Vas a la sala de lectura de tu facultad, con prisas, tensa, en un cambio de clases, entre hora y hora. Necesitas buscar una información con urgencia en Internet. Te sientas en el primer ordenador que ves. Esperas a que se encienda. ¡Mierda, no funciona el ratón! Vas a por el segundo. Para no volver a esperar a que se encienda en balde, primero compruebas que todas las piezas funcionan. ¿Pero, y en este, dónde está el ratón? Ni siquiera tiene. Sigues mirando por la misma fila y además de ordenadores que ni siquiera se encienden, te encuentras partes de ellos por las mesas, cables sueltos… Pasamos a comprobar la siguiente fila, habiendo ya perdido más tiempo del que teníamos para nuestra rápida búsqueda en Internet. Vas con retraso a la siguiente clase.
Consigues encender la torre del primer ordenador de los que están a la vuelta. ¡Maldición, en este es la pantalla la que no funciona! Ves que la gente que está estudiando o leyendo a tu alrededor no puede evitar reírse. Vas de silla en silla desesperada, sentándote y volviéndote a levantar a cada instante, y cómo no, haciendo ruido cada vez que las colocas en su sitio, pegadas a la mesa (cosa que no todo el mundo hace). Una situación esperpéntica. Pruebas el siguiente ordenador, pero ya no te andas levantando, arrastras directamente tu asiento, tu paciencia tiene un límite y el cachondeo tecnológico que estás sufriendo está haciendo que llegue a colmarlo. ¡Yuju, por fin funciona uno! ¡Y está entero, sí! Te pones frente a él, cruzas los dedos.
En cuestión de segundos, tienes ante ti la clásica imagen de fondo de pantalla de Windows, ese paisaje verde y azul tan bonito que tan bien te sienta ver después del rato que llevas. Nunca habías apreciado hasta ese momento tan bien su belleza. ¡Bien, vamos al lío! Decides si usar Mozilla o Explorer, pero da igual, porque antes de que te posiciones, aparece en la pantalla un mensaje en el que, como administrador, te pide una clave. Cancelas. Llega a parecerte una falsa alarma, por fin parece que vas a poder iniciar la búsqueda, pero no, ese recuadro al que ya empiezas a insultar desesperada, no te va a dejar trabajar tranquila.
Cuando miras el reloj, ya ha pasado más de media hora, tiempo que estás perdiendo de la clase en la que deberías estar. Habías llegado a la sala de lectura tranquila y con ganas de trabajar y sales quemada y cabreada. Ya no hay quién te salve la mañana. En esas condiciones estamos.