De niña, mientras mis amigas se divertían aprendiendo a hacer monederos de tela cosidos o se atrevían con el ganchillo a hacer patucos y bufandas, yo me dedicaba a correr detrás de la pelota. Siempre hui del mundo femenino, de ser el típico prototipo de niña de buenas costumbres en una sociedad en la que aún no se había roto con los esquemas. Quise ser pionera y ahora tengo ciertas carencias.
Echo en falta no saber coser. Cuando se me rompe alguna prenda, tengo que acudir a mi madre para que me la arregle, y cuando nos disfrazamos en carnavales y cada una de mis amigas se hace su traje, a mi madre vuelve a tocarle comerse todo el marrón. Pero por suerte, siempre lo hace sin poner pegas.
Hasta ahora no le daba mucha importancia a este tema, lo veía secundario. Sin embargo, estos días no me ha quedado más remedio que empezar a interesarme. En la despedida en Los Santos de Maimona al intercambio que habíamos vivido, me hicieron una rasta como recuerdo. Los primeros días estaba muy bonita, pero con el tiempo se fue poniendo fea, a medida que iban saliéndose pelitos.
Como me parecía surrealista tener que ir al pueblo a que mi madre me ayudase a coserme la rasta, pues ya tiene bastante con que cada vez que voy a verla le llevo toda la ropa sucia que tengo para que me la lave, me he tenido que agarrar a la aguja de ganchillo y a los tutoriales de YouTube, que una vez más vuelven a salvarme en un tema desconocido.
No sé cómo será enhebrar hilo en una aguja, pero pelo, es complicadísimo. Antes, para ir a clases me levantaba una hora antes para ducharme y arreglarme. Ahora, entre que tengo que secarme bien la rasta para que no se pudra el pelo y que tengo que retocar los pelos sueltos, he restado media hora de sueño más. ¡Ni cuando estaba enganchada a la granja del Facebook y se me pudrían las lechugas si no las recolectaba a tiempo madrugaba tanto!