Toda la vida he escuchado que comer madroños en exceso produce borrachera. También toda mi vida (de estudiante) he escuchado que, para presentarse a una exposición o a un examen oral, no hay nada mejor un par de horas antes que liarse en la cafetería a chupitos o cervezas. Así que desde que he descubierto este año que tengo un madroño justo delante de mi facultad, no se me ha ido de la cabeza mezclar conceptos hasta que me ha llegado la oportunidad de poner en marcha lo que maquinaba mi cabeza. Sí, exacto, exponer ebria para intentar superar mi pánico escénico.
Al igual que a la hora de la verdad nunca me he atrevido a emborracharme a cañas antes de exponer, con los madroños me ha pasado lo mismo: ¿Y si me cojo una indigestión?, ¿y si me da por llorar, por mandar Whatsapp a exparejas, me quedo dormida… o cualquier cosa de esas que suceden un sábado noche cuando pasas del puntino guay a borracha pelma? Al final siempre me decanto por exponer con la cabeza gacha, mirando tímidamente al suelo, mientras tartamudeo y a la vez se me atropellan las palabras, pensando que hablar en público nunca será lo mío, que yo no he venido al mundo para conversar con el espejo mientras me maquillo.
Como fui la primera en exponer el otro día, el resto del tiempo me dediqué a investigar con el móvil en Internet sobre si verdaderamente podría emborracharme comiendo este tipo de frutos. Porque si la crisis sigue su curso, tal vez igual que un día pasamos de comprar Brugal o Barceló a comprar ron del barato, el Velero y el Almirante que ahora presiden los botellones, tal vez en un futuro próximo nos veamos cargando con bolsas, recorriendo campo buscando madroños y haciendo de ellos nuestro condimento para las noches de juerga. Por lo pronto, el día de la Nochevieja universitaria ya tengo decidido que en vez de comerme doce gominolas voy a comerme doce madroños, que son del mismo tamaño que las uvas. A ver qué efectos provocan. Quitaré el Whatsapp de la pantalla de inicio de mi móvil, por si surten demasiado efecto.