>

Blogs

Carolina Díaz Rodríguez

Solita en Cáceres

Perseguida por la Parte Antigua

Tengo la sana costumbre de pasear. Sin embargo, suelo hacerlo a horas poco normales, cuando apenas hay gente por las calles. He de reconocer que me gusta la soledad, el hecho de no tener que ir esquivando estampidas de personas en aglomeraciones por la calle, como si de una escena de Jumanji se tratara.

Nunca me ha dado miedo pasear sola ni he necesitado guardaespaldas (o novios) que me protegieran. Siempre he creído ser fuerte, tener capacidad de autodefensa, fortaleza para enfrentarme a cualquier contratiempo. Verme entre las dos y las cinco de la madrugada ir caminando tranquilamente a casa, disfrutando del silencio de la noche, es algo habitual, aunque solo pueden dar cuenta de ello los búhos que se encuentran en mi camino.

Cuando quedo con alguna amiga por la noche, la mayoría de las veces me dice que al llegar a casa le mande un mensaje, para que sepa que he llegado bien, que no he tenido ningún percance por el camino. Pero la verdad es que la mitad de las veces se me olvida avisar porque eso de dar cuentas de dónde ando, ni siquiera a mis padres, nunca ha ido conmigo.

El pasado lunes, un día un tanto oscuro y frío, me fui a dar un paseo por la Parte Antigua de Cáceres para relajarme haciendo unas fotografías. Eran las tres de la tarde. No había prácticamente nadie por las calles del centro, y aún menos por las callejuelas del casco antiguo. La verdad es que el ambiente ya de por sí acojonaba bastante: multitud de pajaritos negros me recibían saliendo en estampida de los árboles que hay enfrente del Palacio de la Generala, pegados a las escaleras por las que yo subí a la Parte Antigua. Entre los ‘gru, gru’ que producían y los silbidos del viento, más las nubes negras que tapaban los pocos claros del cielo, me sentía como Santiago Nasar en Crónica de una muerte anunciada.

Fui directa a la Casa Mudéjar, que hacía tiempo andaba con ganas de fotografiarla y era uno de los pocos edificios que tenía pendiente de esa zona. Cuando iba hacia allí, me había cruzado tan solo con un par de personas, mientras la fotografiaba, pasó un señor vestido de oscuro y tapado con una capucha. Al principio no le di importancia, hasta que vi que igual que había pasado hacia un lado, al instante había hecho el camino de vuelta y me estaba mirando.

Me puse tan nerviosa que aceleré el paso y crucé rápido por la parte de atrás de la iglesia de San Mateo, hasta llegar a la plaza que lleva el mismo nombre. Allí, tres y media de la tarde, no había ni un alma, pero por suerte, aquella figura extraña que me observaba no me había seguido. Decidí cambiar de rumbo: tiré en dirección al Rincón de la Monja.

Normalmente, por mi piel clara, mi pelo rubio y mi aspecto de turista despistada con cámara fotográfica colgada del cuello, suelen confundirme con una guiri. Ya he contado alguna vez cómo las gitanas intentan venderme romero en inglés. A veces tengo la sensación de que por esa razón, puedo llegar a ser una presa apetecible para gente peligrosa, aunque no por ello he dejado de seguir con mi costumbre de pasear sola y a deshoras.

Sin embargo, esta vez no era como aquella en la que un señor, también lo conté en su momento, me venía persiguiendo desde el Gran Teatro hasta el Casco Antiguo mirándome el culo. Estaba haciendo fotos por el Rincón de la Monja un poco alterada, aún reponiéndome del susto, e incluso pensando que podía llegar a ser una paranoia mía. Sin embargo, cuando iba por la puerta de atrás de la filmoteca, sentí unos pasos, miré hacia atrás, y vi al mismo hombre, con la capucha de la sudadera puesta, que andaba aprisa, acelerando el ritmo. El corazón se me salía del pecho. Justo en el momento en que más cerca estaba de mí, apareció un señor bajando tranquilamente por la Cuesta del Marqués, pasó a mi lado y, justo en ese momento, el hombre de la capucha frenó en seco y se puso a mirar el cartel de las películas que había en la filmoteca. Aproveché para salir corriendo hasta Santamaría, donde ya sí había gente, me senté en uno de los bordillos que hay en el muro de la catedral, doblé la piernas, puse la cabeza entre las rodillas y me eché a llorar.

Estuve así un rato, hasta que me tranquilicé, vi que ya nadie venía y me empecé a caminar en dirección al centro. Debían de ser ya más de las cuatro, el cielo estaba un poco más claro y, por primera vez, ir teniendo que esquivar a gente por la calle era una gran satisfacción. No sé si realmente corrí peligro o, por culpa de las circunstancias, de la soledad y del ruido del viento y de los pájaros negros graznando, mi imaginación y una serie de extraños movimientos de un señor encapuchado, tal vez por cubrirse del frío, me jugaron una mala pasada. Lo cierto es que, después de pasar más miedo a las tres de la tarde por la Parte Antigua que a las cuatro de la madrugada por el centro, no sé si volveré a pasear tranquilamente sola y a deshoras sin sentirme una pieza inofensiva para cazadores de presas.

Carolina Díaz tiene 19 años, vive en Arroyo de la Luz y estudia Filología. Cada amanecer coge el autobús a Cáceres. Por la mañana va a la universidad, por la tarde graba vídeos y por la noche vuelve a casa en bus. Solita en Cáceres es la cara oculta de sus grabaciones para las secciones Cáceres Insólita y Mira Quién Habla.

Sobre el autor

Carolina Díaz, vive en Arroyo de la Luz y estudia Filología. Cada amanecer coge el autobús a Cáceres. Por la mañana va a la universidad, por la tarde graba vídeos y por la noche vuelve a casa en bus. Solita en Cáceres es la cara oculta de sus grabaciones para las secciones Cáceres Insólita y Mira Quién Habla.


enero 2014
MTWTFSS
  12345
6789101112
13141516171819
20212223242526
2728293031