La semana pasada, decidí rellenar la inscripción de la Erasmus como suelo hacer todo en la vida: sin pensar. De hecho, ni me miré las bases, ni sabía si tenía que hacer exámenes ni las condiciones que tenía que tener para poder optar a ser beneficiaria. Esta semana, ya más calmada, me he dado cuenta de que estoy a falta de créditos para poder irme, pues 30 son los mínimos y tendría que suspender una asignatura al final de este curso para poder obtenerlos. Puede llegar a tener su punto tener que pedirle a algún profesor que me suspenda una asignatura para irme al extranjero a aprobarla.
Tampoco me hace gracia el hecho de pensar en tener que hacer el TFG (Trabajo de fin de grado) fuera de Extremadura, porque no sé si tendría que hacerlo en otro idioma, con temas del país que me adjudicasen, ni si tendría que exponerlo allí o aquí. La verdad es que he tenido años tranquilos de carrera, en los que me sobraban créditos para poder irme con la beca Erasmus a estudiar fuera, pero hasta ahora no he tenido la necesidad de salir de aquí, de despejarme un poco, de cambiar de aires por seis meses, los que puedo con 30 créditos.
Veo bastantes inconvenientes para que me den la beca, pero me ilusiona el hecho de coger un mapa de Europa y pensar a dónde me puedo ir. Es bonito ilusionarse, ya tendré tiempo para reponerme del golpe si no me cogen, pero es guay ser feliz soñando despierta. No busco que me den una ciudad importante, ni una Universidad con prestigio, de hecho, se me ha metido en la cabeza que quiero irme a Polonia, a vivir rodeada de nieve, a pasar frío, a comprobar cómo es estar en una ciudad con esas condiciones climáticas que suelen afectar al carácter de sus habitantes. A ver si es cierto eso que me dicen de que debo tener antecesores polacos no solo por mi piel clara, sino también por mi carácter frío, que no coincide para nada con la descripción de español típico del anuncio de Campofrío.