El miércoles por la noche, dos señores me dijeron que era muy joven para morir cuando cruzaban la calle por un paso de peatones en el que me encontraba tirada haciendo una foto a la luna desde el suelo, con un mini trípode. Hacía un rato que no pasaban coches y no me lo pensé dos veces, a sabiendas de que, si venía alguno, debería rodar hasta la acera rápido para que no me pillase. Hace tiempo que no veo el peligro… ni la suciedad, ni siquiera las colillas del suelo, con lo mucho que me irritan. Si para hacer una foto chula tengo que llenarme los pantalones de la mierda que hay en el asfalto, solo cruzo los dedos para no encontrarme con un chicle en el camino.
Cuando en alguna conversación cuento el material que llevo a clase, los días que no me pierdo por el camino, que son bastantes, la gente alucina. Y es que desde que tengo la cámara, no he vuelto a llevar el maletín con el portátil, a no ser que sea imprescindible un día puntual. Tampoco llevo libros, como recuerdo que hacía sobre todo en primer y en segundo curso, que me cargué el asa de un bolso del peso que llevaba en literatura dentro. También es cierto que, junto con la cámara, en la mochila, siempre llevo el tablet, o la tablet, o como se diga… donde suelo tener los libros descargados en formato pdf. Aun así, desde que la cámara me acompaña a la facultad, a lo sumo llevo un folio doblado a la mitad con un bolígrafo.
Esto ha hecho que últimamente entre en conflicto conmigo misma. He visto en la fotografía una válvula de escape, una manera de sacar mi vena artística, de sentirme realizada, viva, también una excusa para pasear sola, para relajarme, para hacer de una tarde dura una tarde culturalmente productiva. Cada día leo menos y fotografío más, cada día tengo menos ganas de ponerme a escribir delante del portátil y más de echarme la mochila a la espalda y buscar las pocas zonas que aún no he debido descubrir de Cáceres, o de cualquier pueblo o ciudad que visito. Si pienso que tengo que leer algún libro obligatoriamente, me sale un ‘uff” innato, cosa que antes no me sucedía. En cambio, si me dicen que vamos a hacer fotos, aunque sean las tres de la mañana y haga un frío infernal, no me lo pienso dos veces.
No sé si esto que me lleva tiempo sucediendo se debe a que ya tengo la carrera encauzada y no tengo la emoción y las incógnitas del principio o a que me he equivocado a la hora de elegir estudios, cuestión que me llena de dudas. Empiezo a anteponer lo que considero una afición a lo que se supone que me dará de comer algún día. Supongo que también me influye que, como aficionada a la fotografía, me siento realizada, llena de energía y con mucho que descubrir y aportar, y como futura filóloga ando bastante perdida y no me siento tan eficaz. O supongo que leyendo en casa, el máximo peligro que corro es cortarme con el filo de las hojas de un libro o reventarme un dedo del pie si se me cae el/la tablet encima, y si salgo con la cámara, pueden desde pillarme coches, hasta pegárseme chicles en los pantalones, pasando por que me persiga alguien encapuchado por la Parte Antigua.