Ayer por la tarde, un rato antes de que comenzase el partido del Bayern de Munich-Real Madrid que tantas ganas tenía de ver, pues ya van doce años soñando con “La Décima”, desde el inolvidable golazo de Zidane en 2002, me levanté del sofá donde había estado echando una cabezada, fui a apoyar el pie derecho primero en el suelo, se me dobló, vi las estrellas y terminé arrastrándome por el pasillo hasta llegar a la cocina para buscar algo congelado que aplicarme en el pie, que ya empezaba a inflamarse.
Como no tenía hielo porque en invierno no suelo utilizarlo… bueno sí que suelo, pero los que se usan para hacer botellón se compran en el acto de consumirlos, cogí la primera bolsa que vi, de gambas. Cuando iba camino de Urgencias me daba la sensación de que me olía el pie como si hubiera estado metida de patas con los pantalones remangados en una charca. Un olor parecido.
Con los dolores que tenía, que por suerte no fueron cosa de huesos sino de tendones, prácticamente me olvidé del partido, sobre todo tras ver que el comienzo había sido apoteósico sentenciando a la media hora de juego. Sin embargo, no estaba contenta, no sentía esa felicidad, ese entusiasmo que siempre me ha aportado una victoria de mi equipo, y más en casos como este, una victoria que nos llevaba a una final más que soñada.
Estaba triste porque me han mandado reposo, porque intento apoyar el pie en el suelo sin dejar caer la carga de mi cuerpo, y aun así me duele, y yo no sé estar metida en casa, yo no valgo para tener calma, y menos con la de papeleo, exámenes, trabajos pendientes que tengo y el buen ambiente que hay en la ciudad a medida que nos adentramos en la primavera. Con mal pie voy a comenzar mayo.