Hace unos días, entré a formar parte del club de las personas que tienen rota la pantalla de su smartphone. Fue un shock curioso del que hasta ahora no empiezo a reponerme. Si hace años, cuando mi primer móvil, un Nokia tan duro como un ladrillo, se me caía al suelo, tenía que apartar los pies para que no me machara un dedo o tenía que rezar para que no rompiera una baldosa, ahora, desde que los móviles finos, ligeros y con pantalla táctil nos han invadido, cada vez que se me cae el teléfono, lo único que me queda es desear que aparezcan pocas rayas atravesando la pantalla de un extremo a otro.
Raro es el día que no me encuentro a alguien con el móvil en la mano con el cristal de su pantalla estallado. El mío, en el último mes, ha caído de múltiples maneras: llevándome el cable por delante cuando se estaba cargando, por culpa de la vibración en la mesilla de noche al ponerlo en modo despertador, por llevarlo en un bolsillo del pantalón demasiado pequeño o, simplemente, porque se me ha resbalado de las manos. Sin embargo, cuando ha dado tantos porrazos y has tenido la suerte de que siempre ha caído con la pantalla hacia arriba, empiezas a creer que tu frágil aparato es inmune, te relajas y es entonces cuando se te cae de la forma más chorra posible y, sin esperar encontrarte la pantalla rajada de un extremo a otro y con varias estrías, te llevas una sorpresa tan grande que te deja sin capacidad de reacción.
Después, lo que queda es acostumbrarse a ver las fotos con rayitas, como cuando veíamos los partidos de fútbol en Canal Plus codificados, acostumbrarse también a la textura de las rajitas, que dan sensación de relieve en los dedos de tu mano, y vivir con el miedo a que se vaya partiendo poco a poco la pantalla y se vaya despedazando.
Un buen móvil, hace diez años, que puede ser más o menos la época por la que yo tuve el primero, no superaba los 100 euros, y eran tan resistentes que tenías que cambiarlos por aburrimiento, pues jugar al Snake llegaba a resultar repetitivo por mucho que pusieses niveles complicados. Aún hoy día, algunos seguimos teniendo esos móviles en casa y se siguen encendiendo. En cambio, los móviles de ahora son tan caros como malos. En las compañías telefónicas te hacen firmar una permanencia de 24 meses y muchos de ellos no duran ni la mitad con vida. De hecho, a mí me quedan más de tres cuartas partes de la permanencia por cumplir y ya puedo adaptarme a ver la pantalla de mi móvil durante año y medio como si estuviese codificada la imagen y a tener cuidado para no ir perdiendo trozos de pantalla por otros golpes, que seguro que los va a tener por mucho que tenga cuidado.