Si estos cuatro últimos años, una de las cosas que menos me han gustado de ir a la universidad, y de lo que más me he quejado, ha sido tener que desplazarme en los autobuses urbanos a hora punta (entre 8.30h y 9h de la mañana) como sardinas en lata; tras mi primer viaje exprés a Roma, la concepción que tenía del agobio de esos trayectos en bus desde la Cruz hasta el Campus se queda en nada, como mucho en un viaje cálido (que viene muy bien para las mañanas de invierno), con sobacos pegados a tu cara de gente agarrada a los barrotes superiores, cierta falta de aire puro por proximidad a otros estudiantes, que te respiran en el cogote, y sensación de que alguien va a salir disparado por la ventana en cualquier parón brusco inesperado que pudiera hacer el autobús en el que nos desplazamos.
No me gusta dejarme llevar por primeras impresiones, pero lo cierto es que, tras montar en las líneas de autobuses de Roma, que se desplazan sobre todo por el centro (entre los principales puntos de interés turístico y la estación de Termini), creo que ahora, cuando vuelva allí otra vez, voy a utilizarlas lo menos posible, o para ser más franca, solo cuando haya asientos libres. Si en la línea campus de Cáceres vas apretada, pero el roce es escaso, en los autobuses romanos, por la experiencia que he tenido es tal, no solo el acercamiento, sino también el contacto, que llega una a sentir que la están sobando o, cuanto menos, acosando.
Recuerdo ir desde la Piazza Navona hasta la estación de Termini emparanoiada pensando que era producto de mi imaginación que los tíos que tenía a mis espaldas se me estaban intentando aproximar (frotar) a la vez que yo impulsaba mi cuerpo hacia delante, hasta que los dejaba de sentir cercanos, para evitarlos, cuando de repente noté que uno empezaba a soplarme en el brazo y, acto seguido, comenzaba a deslizar sus dedos por mi piernas. A la vez, otro pegaba su entrepierna a mi muslo por el otro lado.
Estuve como cinco minutos debatiéndome entre si liarme a puñetazos, que era lo que más me apetecía en ese momento, o aguantar las formas y apretarme lo máximo contra el cristal por no formar un escándalo. Fue lo segundo lo que ocurrió, y la verdad es que sentí mucha impotencia al bajarme del bus por no haberle partido los dientes a tres o cuatro. Y yo que pensaba que donde había que tener cuidado con estos temas era en los aseos de las estaciones…
Voy a pasar de ir como sardinas en lata en los autobuses de Cáceres a andar rodeada de pulpos intentando rociarme con su tinta en Roma. Alguno termina rebozado, y no precisamente en huevo y harina, sino por el suelo.