Estaba en la cola de la tienda Wind para hacerme con un número de teléfono móvil italiano y con la tarifa que la mayoría de Erasmus en Roma suelen contratar con esta compañía, cuando vino un chico que estaba en la puerta y me avisó de que tenía que sacar número de turno en una maquinita. Acababa de llegar hacía dos minutos, así que no había problema.
Delante de mí, unos seis puestos en la fila, había un señor francés que debía de llevar ya esperando a que le atendiesen más de media hora. La tienda se encontraba dentro de la estación de Términi y estaba bastante llena, sobre todo de gente joven que iba con fines parecidos a los míos. El señor francés no había sido avisado, ni se había percatado él por su cuenta, de que había que coger ‘la vez’ como en la carnicería.
Cuando llegó por fin su turno según el orden de la cola, no tenía número. El dependiente le dijo que no podía atenderlo así que tendría que ir a la máquina y esperar de nuevo a que le tocase. Muy cabreado, refunfuñando antes de irse y mirando con indignación y desesperación hacia todos lados, decidió abandonar la tienda y, probablemente, cambiar también de compañía.
Un ratito después llegó mi turno, número 43, y en mis manos tenía el papelito. Se lo di al dependiente y le expuse que quería la tarifa que todos los Erasmus se hacían. Le debí de caer en gracia porque todo esto se lo dije en una mezcla de idiomas, un ‘itañol’ que él intentaba contrarrestar en inglés, idioma con el que me defiendo oralmente peor. Tras muchas risas de frases incomprendidas, llegó el momento de identificarme con el DNI para darme de alta.
Empecé a buscar en la cartera, en todas las partes de la mochila, en mis bolsillos del pantalón, entre los papeles que tenía, entre las tarjetas de memoria en reserva de la cámara… pero nada, mi documentación no aparecía. Me despedí del dependiente de Wind muy nerviosa, pensando que me había dejado el DNI olvidado en La Sapienza, mi universidad romana, mientras hacía el código fiscal. Me deseó suerte para encontrarlo. Le dije que más tarde volvería.
Antes de tomar el metro para ir a La Sapienza, me dio por echar un vistazo en una parte de la mochila en la que no había mirado. Allí estaba mi DNI. Habían pasado ya como 10 minutos desde que había salido de la tienda, pero no dudé en volver. Entré muy contenta, con una sonrisa de oreja a oreja, diciéndole al chico dependiente: “¡Lo he encontrado, lo he encontrado!”. Como había mucha cola, con gente nueva que había llegado después de mí, iba a volver a sacar el número de turno, pero él vino a buscarme y me dijo que no hacía falta, que pasase.
Empezó a registrar en el ordenador mis datos y vi que sus compañeros le estaban vacilando. “¡Cornelio, racista!”, le decían de cachondeo, entre risas. Uno de ellos se acercó y me dijo algo así como: “Porque eres chica, que si no, no te atiende, como al gordo francés que ha echado del mostrador”. La de su lado izquierdo me decía: “Bueno, si quiere ligar contigo lo tiene fácil, al menos tu número de teléfono no le va a costar mucho conseguirlo”, mientras señalaba la tarjeta con mi nuevo número italiano que tenía él en sus manos. Yo estaba un poco intimidada, podría decirse que incluso colorada por tanto vacile al que no sabía echar leña al fuego por no controlar bien el idioma. Cornelio ya ni se atrevía a hablar. Yo me moría de ganas de participar en el juego para hacer más ameno el momento.
Cinco minutos después, con todos los papeles listos y con nuevo número, salí de la tienda. Miré la cola y pensé que si no llega a ser porque “dos tetas tiran más que dos carretas”, aún seguiría allí esperando a ser atendida. Será vulgar el dicho, pero más razón, y comprobado queda, no puede tener. Pobre francés…