La vida universitaria de la Sapienza es una pasada. Para que os hagáis una idea, tiene 150 000 estudiantes, el mismo número de habitantes que tiene Badajoz según la Wikipedia y muy superior al de Cáceres. Pasear por el Campus es muy emocionante, grupos de estudiantes inundan el césped, la cafetería siempre está llena y en las escaleras de las facultades hay poco hueco para sentarse. Se escuchan todo tipo de idiomas, se aprecian una gran diversidad de modas, en el pelo, en la ropa, en los colgantes… se respira un aire universitario diferente. Es un cúmulo de estímulos lo que se percibe.
Hace un par de días asistí a mi primera clase. Subí las escaleras de mi facultad sorteando la gran cantidad de personas que había sentadas en las escaleras de acceso. No tardé en encontrar mi aula, el número 1, con dos puertas. Ambas estaban tan solicitadas para entrar en la clase que impactaba, en comparación con las aulas con entre treinta y cuarentas personas a las que estaba acostumbrada a ver en Cáceres.
Cuando pasé el marco de la puerta, más que en un aula, me pareció entrar en un gran salón de actos, de enormes dimensiones, con sus pupitres de madera para alumnos y su gran mesa con cinco asientos, como si fuese de un tribunal o un jurado, para profesores. Para hablar utilizaban un micrófono y para poner contenidos audiovisuales había justo encima de ellos una gran pantalla blanca del tamaño de un cine, y prometo que no exagero.
En el aula podía haber cerca de trescientos alumnos, pero no todos estaban sentados en las sillas. Había gente subidas a los poyos de las ventanas, colocada con las piernas cruzadas. También había estudiantes de pie, en los laterales. Continuamente gente entraba y salía, con total naturalidad. Me costaba un poco entender lo que los profesores decían porque mis sentidos estaban totalmente fuera de sí, en éxtasis extremo, mirando de un lado para otro intentando no perderse ningún detalle y disfrutar de la diferencia entre lo que he vivido hasta ahora y lo que estoy viviendo de forma universitaria.