Todas las noches me para gente por la calle, chicos, para concretar. Me dicen una y otra vez lo ‘carina’ que soy, yo sonrío amablemente e intento acelerar el paso para quitármelos de encima. Sin embargo, lo que me sucedió hace un par de días fue diferente.
Estaba haciendo fotos en la Plaza Navona de noche, probando mi nuevo trípode comprado en la calle a un vendedor ambulante y cuando estaba preparada para hacer una foto, un chico alto, grandote y con abundante barba se me acercó por detrás. Me dijo en italiano: “Tienes que bajar la velocidad de obturación”. Llevaba un rato mirándome pero no me había percatado.
Me puse nerviosa. Me invitó a tomar un café para darme algunos consejos de fotografía. Intenté creer que la invitación era para eso, necesitaba algo fuera de lo normal, evadirme de la cotidianidad, y pinta de peligroso no tenía. Entonces, comenzamos a pasear por zonas por las que sola de noche nunca me había atrevido a pasar. Me agarró del brazo y como dos viejecitos que van por el paseo de Cánovas a misa, comenzamos a adentrarnos por la zona de artistas.
Paramos a tomar un café en un bar. Y siempre cometo el mismo error. Aquí, cuando pides un café te lo sirven del tamaño de una uña y muy concentrado, demasiado para mi gusto, y para mi sueño por las noches. El bar constaba de dos partes, una normal, con dos o tres mesas altas y taburetes, y otra un poco más reservada, donde me dijo que se reunían normalmente artistas a conversar. Me contó que era fotógrafo profesional, que desde los 8 años tenía su primera cámara, que le había enseñado su abuelo y me enseñó algunas fotos suyas que me dejaron impresionada. Cambió por un momento mi perspectiva fotográfica.
Luego, caminamos por el Tíber y me fue contando la historia de cada sitio por el que pasábamos. No sé si se las inventaba y tenía mucha labia o si me contaba la verdad. Comienzo a entender y hablar italiano pero a veces digo que sí comprendo algo solo por que no me lo vuelvan a explicar. Dimos un paseo de unas cuatro horas y volvimos a terminar en la Plaza Navona, donde me había abordado.
Todo iba guay hasta el momento en el que me intentó besar. Eso, junto con querer ir después a tomar cerveza, pienso que para emborracharme, fue lo que me chafó un poco la noche. Digamos que se cargó el ambiente, el buen rollo, la amistad que se estaba generando. Ahora me llama por teléfono y me dice algo así como que me quiere, y me manda emails con “Ti voglio bene”. Ahora comienzo a darme cuenta de que el prototipo de italiano zalamero y pegajoso no es un mito, existe.