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Carolina Díaz Rodríguez

Solita en Cáceres

Mi manca l’Italia

Echo de menos saludar dando dos besos comenzando por la izquierda, dirección también por la que extraño abrir las puertas del portal y la casa en que vivía. ‘Mi manca’, que, aunque suene raro, viene a decir en italiano ‘echo en falta’, beber cafés expresos del tamaño de una uña pero que te pegaban un chute que te espabilaban en un verbo. Añoro también ir paseando por la calle y que no hubiese día que un buen mozo no me invitase a uno rápido (a café, me sigo refiriendo), en la mayoría de los casos para intentar ligar conmigo. Ya me había hasta creado una especie de broma para parecer simpática en los casos en los que me apetecía serlo. Cuando me decían: “Sei carina”, yo respondía: “No, soy Carolina”. Ambos reíamos.

Voy al supermercado y la zona de quesos se me queda pequeña. Echo de menos los grandes cubos de 500 gramos de mozzarella de búfala tanto como en Roma extrañaba no encontrar Aquarius por ninguna estantería cuando me encontraba mal del estómago, que ya les digo que si van algún día, no lo busquen porque allí no existe ni he visto bebida parecida. Y cómo no, mis labios extrañan aquella sonrisa tontorrona que me salía cada vez que veía las magdalenas a la venta, en los supermercados, metidas en tupperware, cosa que me alucinaba, al igual que las lentejas en paquetes como de lujo para Nochevieja, que es la tradición que tienen ellos en lugar de nuestras uvas. De los pasillos dedicados a pasta, mejor ni hablamos… y de los horarios de comer, tampoco, porque eso sí que no lo extraño. Comer a las 13h y cenar a las 19.30-20h como el ‘telegiornale’ marcaba, me superaba. También es cierto que allí en invierno a las 17h ya era completamente de noche y no se veía.

Echo de menos colarme en el bus día sí y día también, incluso los nervios que tenía cada vez que pensaba que podía entrar un revisor. Mi último día en Roma, yendo a la Gallería Borghese, me pilló una revisora, me retuvo con sus grandes brazos para que no me escapase y me denunció. Aún conservo la nota que me dio como un gran recuerdo de mi fin de Erasmus. Por supuesto, no la pagué ni pienso hacerlo. Y siguiendo con el transporte, echo de menos jugarme la vida cada vez que cruzaba mi calle, con muchos pasos de peatones, pero sin semáforos. Un día presencié cómo un mini azul de dos plazas se llevaba por delante una vespa y su conductor terminaba en el suelo sin poder mover las piernas.

Extraño los mercadillos en las calles todos los días, a los vendedores de palos para selfies delante de cada monumento, a los de pañuelos para taparse el escote en el vaticano, y por supuesto, a los de paraguas los días de lluvia. Aún no entiendo cómo he llegado a Extremadura con los dos ojos sanos y salvos, si cada vez que salía a pasear o a hacer fotos y llovía casi me rozaban con ellos la pupila para intentar vendérmelos.

Una de las cosas que aún no he asimilado de mi vuelta de Roma es no tener dos aeropuertos como tenía cerca. Aún sigo obsesionada con los vuelos de Ryanair a 19.90€ desde Fiumicino y desde Ciampino y en ratos de nostalgia, me pongo a buscar destinos y fechas, soñando con poder realizar esos vuelos. Es curioso, pero por menos de lo que a una le cuesta ir de Cáceres a Madrid, desde Roma podías irte a Atenas, Dublín, Varsovia, Marsella, Fez, Bruselas, Colonia… y otros muchos destinos con los que he soñado en mi cabeza.

De las clases en la Sapienza, extraño esa sensación tan agradable de ser un caramelito para todos aquellos que estudian español en Italia. Me pedían que hablase en mi lengua y era el momento más relajante del día, cuando la cabeza dejaba de dolerme de hacer esfuerzos por pensar continuamente en otro idioma. También extraño ‘ser’, como marcaba mi carnet, estudiante de Ciencias Políticas y, en definitiva, una mota de polvo en un país donde la burocracia y el intentar que te solucionen problemas, como un error en la matrícula, es horrible, una auténtica odisea.

Añoro también los riquísimos helados en invierno, los caramelos Perugina, los cornetos de pistacho y de nutella. Extraño poder comprar pizza al ‘taglio’ en cualquier esquina, pasear comiéndomela por el centro, disfrutando del Coliseum, del Panteón, de la Piazza Navona… y de la playa, que la tenía bien cerca, aunque no acompañara el tiempo. Extraño hasta las gaviotas, aunque sea un animal que simbólicamente no me guste, pero echo en falta su cara de mala leche, sus poses en las alturas y su manera de picotear las bolsas de basura a las ocho de la mañana en Venecia, cuando pasaba el barco a hacer la recogida.

En fin, extraño, echo de menos, me faltan, ‘mi mancano’ tantas cosas, que después de tantos meses habiendo sido parte de mi vida, ahora han dejado un gran vacío, que puede ser repuesto por lo que ya tenía aquí, pero no sustituido.

Carolina Díaz tiene 19 años, vive en Arroyo de la Luz y estudia Filología. Cada amanecer coge el autobús a Cáceres. Por la mañana va a la universidad, por la tarde graba vídeos y por la noche vuelve a casa en bus. Solita en Cáceres es la cara oculta de sus grabaciones para las secciones Cáceres Insólita y Mira Quién Habla.

Sobre el autor

Carolina Díaz, vive en Arroyo de la Luz y estudia Filología. Cada amanecer coge el autobús a Cáceres. Por la mañana va a la universidad, por la tarde graba vídeos y por la noche vuelve a casa en bus. Solita en Cáceres es la cara oculta de sus grabaciones para las secciones Cáceres Insólita y Mira Quién Habla.


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