Cuando iba de viaje a Nueva York en avión, mi compañero de asiento, un señor neoyorquino que viajaba desde París, donde hice trasbordo, me hizo más ameno el viaje. La conversación comenzó unas tres horas después de haber compartido espacio, tras haber intentado dormir, leer, ver películas… Era la hora de comer y nos pusieron unas bandejas llenas de alimentos. Yo miraba los recipientes, intentaba saber qué ingredientes tenían y si habría algo que me gustase. Mi compañero neoyorquino me miraba extrañado, así que me digné a preguntarle.
A partir de aquel instante, comenzamos a charlar. Recuerdo que dejé la bandeja de comida tal y como me la llevaron. Entre mi escaso inglés y sus muchas ganas de entretenerse, conseguimos entablar una conversación. Cuando le dije que era española, empezó a hablarme de Alberto Contador. Sacó el periódico que había estado leyendo y se puso a comentarme todo el Tour de France. El ciclismo no es de los deportes que más me entusiasman, pero vi que por ahí conseguiría practicar inglés y le seguí el rollo.
Cuando viajo por Extremadura, si digo que soy de Arroyo me preguntan: ¿Arroyo de San Serván? y yo digo: de la Luz. A partir de ese momento, comienza una conversación sobre caballos y el día de la Luz. A mí, al igual que el ciclismo, los caballos no me apasionan mucho.
Yo, de pequeña, era más de montar en el burro de mi abuelo. Me llevaban a la charca mientras el animal bebía, me subían en su lomo y me decían que apretara bien las piernas. Mis amigos, en cambio, soñaban con tener un caballo, con cabalgarlo velozmente como antes habían hecho sus padres. Les venía de tradición familiar.
Mis padres me llevaban todos los domingos a una finca de Aliseda que tenían unos amigos y entre paellas, juegos de cartas, paseos y montar en un caballo que había allí, pasábamos el día. Yo nunca quería montar, me daba miedo que me tirase al suelo. Mi padre a veces me cogía por la cintura, me subía y me colocaba detrás de un amigo que controlaba las riendas y me daba seguridad, pero yo tenía miedo y era reticente.
Desde el último domingo que fui a aquella finca de Aliseda, hasta la entrevista que hicimos a principios de este año a Jesús López, un cowboy de Eljas, creo que no había vuelto a montar a caballo. Tras hacerme beber en vasos de chupitos licor de café, algo a lo que me he sentido obligada en la mayoría de las entrevistas que hemos realizado por el Valle del Jálama, cogió su caballo más dócil, me colocó su sombrero y, sin dejarme oponerme, hizo que montara. Mientras Alonso de la Torre se mofaba de mí y me hacía fotos sin parar para enseñarle el logro a mis padres, me dio un paseo.