Estos días me resulta imposible estudiar en laBiblioteca Central del Campus, está demasiado llena. Nada más llegar empiezas a encontrarte a compañeros de clase o amigos que no has visto en todo el verano y terminas tres horas en la cafetería o sentada en las escaleras contándoles tus vacaciones.
Agobiada por no poder perder más tiempo de estudio, gracias a mi dejadez, ayer decidí irme a estudiar a lugares que me emocionasen e inspirasen, como buena romántica que soy. Así que cogí el autobús de las 13:15 rumbo a Cáceres y me dejé llevar por la melancolía.
El primer año de la carrera hubo una asignatura que me complicó mucho la vida: latín. Para poder aprobarla, tuve que apuntarme a clases particulares los martes y los jueves por la tarde, a las 19:30. Esos días, en vez de venir a Arroyo a comer después de las clases de por la mañana y volver en autobús otra vez a Cáceres por la tarde, me quedaba en el comedor de la facultad. Después, solía irme a la biblioteca a enredar, pero la tarde se me hacía eterna y me dormía detrás del portátil.
Una de esas tardes, decidí que en vez de dormir iba a darme un paseo por la Parte Antigua de Cáceres. Me gustó tanto que acabé repitiéndolo con frecuencia: el autobús urbano me dejaba en la cruz, y bajaba tranquilamente paseando por Cánovas, el Gran Teatro, unas veces Pintores y otras San Juan, y siempre terminaba en el mismo sitio: San Jorge. Me sentaba en las escaleras y a veces leía, a veces me daba por soñar despierta. Sea como fuere, el tiempo hasta la hora de las clases de latín se me pasaba muy deprisa.
Ayer, en cambio, el tiempo que estuve en San Jorge estudiando se me hizo eterno. Dice Joaquín Sabina en una de sus canciones que “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Yo quise hacerme la valiente, y sentí un choque de emociones. Me senté en las escaleras, apoyando mi espalda en la pared de la Preciosa Sangre, eché la vista dos años atrás y me hice un autoanálisis de los vuelcos que había dado mi vida. Eran las 14:30 y no había nadie, podía emocionarme y derramar alguna lágrima tranquila.
Llegó el momento de ponerse a estudiar. Cogí los apuntes y como por arte de magia, empezaron a aparecer turistas. Yo estaba allí intentando aprenderme los fundamentos neurológicos del lenguaje y mi mente se iba a las conversaciones ajenas, mucho más entretenidas. Primero llegó un grupo de jóvenes con sus hormonas revolucionadas, tendrían unos 15 años, y con la juerga que tenían montada me desconcentraban.
Me llamó mucho la atención que todos los grupos de turistas que iban llegando, se quejaban de que estuviera cerrada la Iglesia de San Francisco Javier, que me enteré ayer precisamente que se llamaba así. Hasta las 17:00 que abrían, unos aprovechaban para sentarse a fumar un cigarrillo, otros para hacer fotos al grito de “cierra la boca que solo te salen piños”. Yo no podía evitar reírme.
Me sentía como si fuese una ermitaña, sentada en un rinconcito, junto a la Iglesia, con los turistas observando con curiosidad mis apuntes, como preguntándose: “¿Y quién es esta?
De pronto, llegaba una pareja y la chica muy emocionada decía: “Aquí es donde se casó mi hermano, en este mismo escalón estuve yo sentada” y a partir de ahí recreaba toda una parte de su vida. Yo intentaba luchar con todas mis fuerzas por mostrarle interés a las bases filogenéticas y ontogenéticas del lenguaje, pero entre las teorías de Hockett y Darwin y la vida de una desconocida que prometía mucho, me quedaba con la segunda alternativa.
Yo esperaba tener una tarde tranquila, las que recordaba de dos años atrás cuando hacía tiempo hasta las clases de latín, lo habían sido. También es verdad que no era verano y a las 16:00 de la tarde no había casi nadie. Lo peor de todo llegó cuando se puso en funcionamiento la maquinaria de una obra, llegó un grupo grande de italianos que hablaban de Galileo Galilei, yo intentaba averiguar qué relación tenía con Cáceres, y entre el ruido de un lado y los comentarios de otros, para estudiar aquello era un infierno.
A los turistas españoles, la mayoría eran vascos, les impresionaban sobre todo los nombres de las calles. Alguno ironizaba: “Calle Cuesta de la Compañía, si por cuestas no será”. Me sentía identificada porque no hay persona que odie más las cuestas que yo, que cuando grababa con Alonso le hacía dar mil vueltas por evitar subir las más empinadas.
A las 17:00 abrieron la Preciosa Sangre. Los turistas que esperaban entraron y recuperé por fin la tranquilidad. Estuve media hora muy tranquila, hasta que una señora empezó a quejarse de que le quisieran cobrar 1€ por entrar. Unas amigas tuvieron que llevársela. No fueron las únicas que no entraron en la iglesia por no pagar.
Antes de irme, me fijé en una pareja joven que había estado sentada haciéndose fotos, besándose, abrazándose, casi toda la tarde. Apenas había notado su presencia. Ojalá todos hubieran sido tan silenciosos, al menos hubiera terminado el primer tema. No vuelvo a innovar.