El lunes volví a casa por Navidad. Sí, ya iba siendo hora. La mayoría de mis compañeras de clase se fueron a sus pueblos el día 21 cuando nos dieron las vacaciones, pero yo apuré hasta el último instante. Mi madre me llamó el día antes, ya sabe que soy la persona menos convencional que existe y que si no está detrás de mí, no aparezco por casa en todas las Navidades.
Al entrar por la puerta, cargada con una mochila y un bolso que pesaban más de la cuenta, me encontré con un gran recibimiento. Mi hermano decía a voces: “Carol, Carol, Carol…” y yo me emocionaba pensando: “Qué ganas tiene de verme, me ha echado de menos todo este tiempo”. Dejé mi equipaje en la habitación y subí las escaleras corriendo, para darle un abrazo y comérmelo a besos. Sin embargo, lo que me encontré al abrir la puerta no fue a un niño entusiasmado con la llegada de su hermana mayor. “Guau, guau”, gritaba Carol, no yo, sino su perro virtual de la Nintendo 3DS, a la que él vitoreaba.
Maldita la hora en que mi hermano ha dado con el juego de Nintendogs. Se pasa el día diciendo: “Carol, siéntate, Carol, túmbate…” y yo que aún no me adapto a compartir mi nombre con su labrador, voy a sentarme a su lado pensando que quiere comentarme algo. Mira que había nombres convencionales: Toby, Luna, Rocky… pero no, Iván tenía que salir raro como yo. Ahora está en la fase de adiestramiento. Los dos disfrutan: el labrador mueve la cola y se revuelca por el suelo, Iván lo acaricia y le enseña trucos. Al que no veo disfrutar tanto es a Mossi, mi gato negro, no virtual, sino de carne y hueso.
Me cuesta llegar a entender la emoción que le provoca a mi hermano que Carol, su labrador virtual, ladre y se siente. A estas alturas puedo parecer un poco antigua, pero prefiero el tirón de un perro de verdad, que me haga tragar hierba del suelo, o un arañazo del gato cuando le tiro del rabo. Con la Nintendo no se corre riesgo, no mola.