Cáceres es la ciudad perfecta para una chica como yo. Es una mezcla entre ciudad y pueblo, entre agobio y tranquilidad, entre campo y edificios. Lo mismo puedes darte un paseo tranquilamente por algún parque que encontrarte con cuarenta personas de frente al paso de un semáforo. Aunque a mí, lo que más me gusta es que puedes ir andando a casi todas partes.
Sin embargo, lo que menos me gusta es el complejo que Cáceres coge de pueblo por barrios, donde poco a poco, sin que te des cuenta, la gente intenta controlarte, saber qué haces con tu vida, y me recuerda mucho a las ‘marujas’ de los pueblos escondidas tras la ventana, esperando a ver quién pasa con quién o qué haces mal para contarlo y ser la reina del cotarro o, ya últimamente, con las nuevas tecnologías, manejar la información a ritmo de WhatsApp.
Para las personas que tenemos la mente abierta, que hemos viajado mucho, que creemos en la libertad de movimiento y de pensamiento, no es plato de buen gusto sentirse controladas. No nos gusta que vigilen con quién entramos o con quién salimos, dónde comemos, dónde compramos el pan o el pescado.
Es casi la única pega que le pongo a esta ciudad, que me tiene tan enamorada, que hace que pierda el norte cuando paseo por sus calles, pero que a veces me quema, me desilusiona, me mata con ese carácter de pueblo, de atraso extremeño.