Cada vez que veo a una chica asustada gritando y apartándose cuando pasa a su lado un perro, normalmente grande, no puedo evitar reírme y pensar que tampoco es para tanto. Sin embargo, cuando me sube una hormiga por el brazo o me revolotea una avispa al lado, yo soy la primera que empieza a gritar como una loca y corre de lado a lado.
Hay quien teme a los animales grandes y hay quien, como yo, tememos más a los pequeños, con sus patitas, sus aguijones, sus cuerpos gelatinosos, sus babas… Ni en verano ni en invierno nos libramos de ellos. No hay día de lluvia estos meses atrás que no haya pensado: “Por favor, que no me encuentre con un caracol o una babosa en la pared de casa”. En cambio, estos días que nos vienen, lo único que espero es que no me entren avispas por la ventana, que los saltamontes no se me posen en el pelo, que cuando vaya de blanco no se me llene la ropa de bichitos negros… y que las santateresitas no me obliguen a ir a ponerme un Urbasón al médico.
En esta época del año, las terrazas de los bares están llenas de gente disfrutando de lo bien que sientan unas cañas fresquitas para relajarse tras un duro día. Sin embargo, y a contracorriente, yo prefiero el aire acondicionado y los asientos de adentro. No sería la primera vez que empieza a revolotear una avispa a mi alrededor, me levanto corriendo asustada casi tirando las cañas, me pongo a varios metros de distancia y vuelvo cuando se va, aunque por poco tiempo, porque siempre acaba volviendo, y al final, tras ponerme nerviosa, acabo abandonando la terraza.