El otro día fui al supermercado a comprar cereales y me vine muy chafada para casa. En la estantería los había de todo tipo: con miel, con chocolate, con frutos rojos… pero por ningún lado aparecían los clásicos, los que no llevan elementos añadidos.
Últimamente, los cereales se han convertido en uno de los pilares más importantes de mi dieta. Ahora que estoy en plenos exámenes, ya que la cafeína me revuelve el estómago y no salgo mucho de casa, intento comer sano, a pesar de que los nervios me tientan a picar entre horas. Pero, mientras me queden uñas, aún me resisto a eso.
Lo de los cereales no es la primera vez que me pasa. He tenido que habituarme a una nueva práctica antes de prepararme un tazón de leche con ellos, que creo que, al igual que oler bananas y manzanas verdes, ayuda a que te disminuya el hambre, en este caso, por lo cansada que es.
Hace tiempo que quiero tener un perro, pero me retrae la parte poco bonita de la cuestión, es decir, recogerle las heces por la calle, que me muerda los calcetines, pensar en dónde dejarlo cuando tenga que viajar… y, sobre todo, expurgarlo. Sin embargo, ahora, con los cereales, me he convertido en una experta en ese tema. Me paso el día quitando trozos de chocolate diminutos antes de echarlos en la leche. Es desesperante.