Cuando estaba en el instituto, la mayoría de los libros que me obligaban leer me resultaban aburridos. Normalmente se trataba de inocentes historias de amor en las que los protagonistas, tras superar una serie de complicaciones, terminaban juntos, felices y comiendo perdices. En otros casos, se trataba de historias fantásticas, con fantasmas de por medio y con alguna que otra muerte. Un curso pedí poder leer un libro humorístico, diferente, que me hiciese sentir emociones nuevas y, sobre todo, que me hiciese partirme de risa. Me recomendaron Wilt.
A mis 16 años, descubrí una literatura satírica y un humor negro que desconocía. Pocos libros han conseguido hacerme reír tanto como Wilt, si acaso, lo supera La Tesis de Nancy, de Ramón J. Sender. Aun así, no se puede comparar un humor con el otro. Henry Wilt era impredecible, lo mismo te sorprendía en sus paseos cada noche sacando al perro y soñando con la manera de matar a su mujer, que se quedaba enganchado a una muñeca hinchable por culpa de haber rechazado a una nueva amiga de su mujer, Sally, que, a pesar de ser lesbiana y de estar casada con un hombre por su dinero, quería acostarse con él para demostrar que los hombres siempre son infieles.
Este argumento podría sonar un tanto macabro, tal vez surrealista, pero Tom Sharpe no hacía otra cosa que ridiculizar a la sociedad británica, como hoy día lo hace Santiago Segura con Torrente y la sociedad española. A mí, desde luego, me abrió mucho la mente leer tan joven un libro con un lenguaje sexual tan natural. Fue como Cincuenta sombras de Grey de hoy día.
Ayer murió Tom Sharpe, el ‘padre’ de Wilt, pero el legado que nos deja con esta tremenda serie nos hará recordarlo siempre con una sonrisa y su clásica pipa en la boca.