Ayer tuve un día muy aventurero, tanto que desaparecí por la tarde con el móvil desconectado y no volví a dar señales de vida hasta altas horas de la madrugada. Cuando llegué a casa muerta de sueño, me dio por ver si tenía algún whatsapp. Y, aparte de esos grupos en los que suele haber una media de cien mensajes diarios, tenía varias conversaciones abiertas en las que unos amigos me decían que dónde me había metido, que estaban preocupados.
Llegué a mi casa muerta de frío, tiritando, pero de la carrera que me pegué hasta la casa en la que estaban mis amigos, entré en calor rápidamente. Ya me sentía mal por haberlos tenido preocupados toda la tarde, pero me sentí mucho peor, a la altura del betún, cuando al entrar en el salón ante mis ojos apareció lo que podríamos denominar: los restos de una fiesta de cumpleaños fantasma.
Las velas que marcaban mis 21 años encima de una tarta estaban ya consumidas, la bolsa de gusanitos, a la mitad, los globos, esparcidos, los kebabs que habían comprado, en sus estómagos, menos el mío que estaba frío. Me lo comí como si fuera un acto de penitencia, pidiendo perdón a todas horas y con la mirada fija en el suelo de la vergüenza que me daba mirarlos a la cara.