De los dos eventos relacionados con el ciclismo a los que he asistido como público a lo largo de mi vida, la final del Tour de Francia, hace unos años, y el paso de la Vuelta Ciclista a España ayer por Cáceres, los recuerdos que me quedan no son haber visto a grandes ciclistas en persona ni estar horas al sol para coger un buen sitio, sino que lo mejor de todo para mí, era el momento de alimentarse.
Desde que fui a ver el Tour, los años posteriores cuando lo veo en la televisión, se me viene a la mente un flashazo con una imagen: sentada en el banco de espera de un autobús comiendo una pizza que había comprado muy barata en una de las calles perpendiculares a los Campos Elíseos. Recuerdo que ese día estaban todos los restaurantes a reventar, había colas muy grandes para coger una mesa, y en un puestino ambulante que tenía pinta de ser ilegal, montado encima de unas cajas de cartón, compré una de las pizzas más simples y que más a gloria me ha sabido en mi vida, hasta el punto que cuando sale en una conversación el Tour, no cuento cómo vi a lo lejos pasar a Contador entre un tumulto de cabezas, sino lo bien que me alimenté sentada en el banco de espera de un autobús.
Con La vuelta, me ha pasado lo mismo, pero a mayor escala. Cuando pensaba que no podía haber nada mejor que comer el día antes paella gratis en las inmediaciones del Carrefour e hincharse a muestras de cafés, cervezas, bollitos de chocolate… van y ponen después de la vuelta degustaciones de queso de la Serena y jamón en Cánovas. Sí, tuve extrañas sensaciones, porque me vi como prototipo de lo que nunca me ha gustado: viejecinas que se ponen alrededor de los puestos y se ponen hasta arriba de comer. Así estaba yo ayer, merodeando por cada stand disfrutando de los mejores productos extremeños. Así, a quién le va a interesar recordar en conversaciones después cómo adelantaron a Tony Martin en el último metro.