He descubierto una manera de reconocer la identidad de españoles y portugueses sentados aleatoriamente en una mesa a comer. Mientras el portugués no duda en tomar el primer plato, sopa, el español primero pregunta de qué es, y luego, si no tiene mucho condimento, sobre todo por la noche, se toma un cuenco pequeño. Pero ya adelanto que esto sucede con uno de cada cinco españoles, o tal vez diez. El resto, espera el segundo plato untando un poco de mantequilla o paté de sardinas en pan.
Si no hay pollo asado en el menú, el bitoque se convierte en el plato combinado socorrido para cualquier español, por supuesto, compartido para dos, pues con la cantidad de arroz, patatas, huevos y filetes de ternera o cerdo que ponen, sobra comida por todos lados. Mientras tanto, los portugueses piden un plato para cada uno, incluso se atreven con un cocido para cenar, sin miedo a una indigestión, comiendo con buen ritmo, acostumbrados a alimentarse bien. Los españoles, aun compartiendo plato, incluso si de una tortilla se trata, que en Portugal las hacen mínimo con cuatro huevos, porque tienen el tamaño de un durum, aun así, dejan algo en el plato, eso sí, sin evitar pensar en la pena que da desperdiciar tantos alimentos. Los portugueses, en cambio, dejan el plato vacío, como si nunca hubiera habido comida en él.
Llevo menos de una semana en Montemor y ¿saben qué se ha convertido en mi menú para cenar? Muy sencillo: un par de patatas robadas del plato combinado de algún compañero cercano, algún muslo de pollo si hay suerte en el menú, y mi alimento principal: una bandeja de ananás, para quién no sepa lo que es, se trata de piña. Con eso y un café de sobremesa, estoy más que servida. Eso sí, no dejo de pensar en que cuando el domingo nos vayamos a seguir con la segunda parte del curso trasfronterizo a Los Santos de Maimona, con lo poco que comemos los españoles en comparación con los portugueses, estos se van a morir de hambre.