Hay días en que la gente me mira con cara de asombro y extrañeza por la calle. No, no me refiero a esos en los que vas en pijama a comprar el pan, ni a esos en los que llevas las calzonas puestas encima de los leggins para hacer deporte, ni siquiera a esos en los que pasas de maquillarte. No, tampoco es que me haya subido el ego y crea que son admiradores. Es una cuestión mucho más simple: ir hablando con los auriculares manos libres del móvil por la calle.
Al principio, cada vez que los utilizaba, solía llevar guardado el micro por dentro de la ropa, para no llevar los cables colgando, y los auriculares me los pasaba por detrás de la oreja, al más puro estilo de esos exámenes en los que alguna vez todos (o unos pocos) los hemos utilizado para intentar copiar y acabábamos sintiendo vergüenza propia de escuchar nuestra voz autograbada a paso lento.
Con el tiempo, no solo he terminado mostrando los cables, sino que también agarro el micro con la mano y me lo pongo a la altura de la boca, para que todo el que me vea deje de pensar, sobre todo de cara a las distancias cortas, que voy hablando sola, que me he vuelto loca. Y es que hay gente que te oye hablar y piensa que les estás diciendo algo, que les estás preguntando la hora, o algunos, simplemente, te dicen ‘¡hola!’ al pasar por tu lado. Otros te miran con cara de ‘mírala qué contenta va cantando’, y, definitivamente, están esos que te inspeccionan, también al más estilo de aquellos exámenes donde intentabas copiar con auriculares, para ver dónde está el quid de la cuestión, el interrogante que se les escapa.
Me han recomendado que para superar mi pánico escénico hable frente a un espejo, pero de ahí a hablar sola por la calle, va un gran paso.