Llegué a Roma un poco acojonada, sobre avisada de lo peligroso que era el metro con los carteristas, de lo chungas que eran las avenidas solitarias a esas horas en las que pasa poca gente por ellas y de lo mala que era la zona de Termini sobre todo por las noches.
Poco a poco me he ido relajando, se me han ido quitando los miedos. Ya no voy preparada en el metro para pegarle una patada o un puñetazo a alguien si intenta meterme la mano en la mochila, ni voy por las avenidas grandes casi corriendo o detrás de grupos de personas a su mismo ritmo. Y en Termini ya hasta me atrevo a soñar con coger trenes a otras ciudades italianas mientras observo sentada por allí a los pasajeros.
Venía con una serie de prejuicios que están resultando ser todo lo contrario. Pues no solo no me roban en el metro, sino que hay chicos que hasta me pagan el ticket nada más conocerme. Y si voy por grandes avenidas y noto que alguien me persigue, no es para pegarme el tirón y salir corriendo con mi mochila, sino para invitarme a tomar un helado, una copa, o incluso, hasta a cenar otro día. No sé si esto que me está sucediendo es lo habitual en Roma, pero reconozco que me está sorprendiendo para bien.
Creo que si sigue así la cosa, pronto dejaré de inventarme el número de teléfono cuando me lo pidan y, por qué no, tomarme un helado con alguien desconocido.