Día muy nuboso, la temperatura mínima fue de -24ºC. Brisa fresca de 40 – 50 km/h de Noroeste con sensación térmica de -53º C.
Si queréis situaros durante nuestro recorrido en un mapa interactivo de Svalbard hacer clic aquí
Para llegar a Sabine Land, el campo de hielo más grande de Spitzbergen, hay que subir por cualquiera de los glaciares que vierten a los fiordos.
Después de estudiar los mapas y ver las imágenes satélite, optamos por remontar e ir al campo de hielo de Sabine con el propósito de hacer una travesía circular. El reto era complejo, principalmente por las escasas opciones que tendríamos en los cruces de los fiordos que debíamos atravesar a pie por encima del hielo marino.
Días antes de nuestra llegada a Svalbard, monitorizábamos la evolución de la banquisa o hielo marino, viendo cómo crecía y menguaba la superficie helada. Otra parte de estos diagramas informaba del espesor del hielo, dato fundamental de seguridad para la travesía.
Había incertidumbre sí, mucha, debido a la ambigua información de los partes de hielo, su actualización y repentinos cambios, transformaba el panorama constantemente. Tampoco ayudaba los consejos sobre la ruta de algunos colegas. Ellos decían de dejar los cruces de los fiordos helados para el final de la ruta, otros incluso nos advirtieron que nos se nos ocurriera pisar el hielo marino por lo altamente complejo que suele ser en abril, la época que elegimos.
Por último, el tan nombrado calentamiento global. Y por si esto fuera poco, la corriente cálida del Golfo afectaba directamente al fiordo de Billefjorden, fiordo principal. Con estos ingredientes, nos íbamos a enfrentar a un verdadero reto durante la travesía.
Caer en el hielo no era una opción, por supuesto.
Llega el verdadero frío
Nubes negras se ciernen frente a nosotros en la dirección que debemos seguir para alcanzar al campo de hielo de Sabine Land.
De la mañana soleada, pasamos al mediodía de ventisca de copos de hielo lanzados desde los acantilados de las montañas que nos flanqueaban. Por la tarde tuvimos que cambiar las finas manoplas cubre vientos a las gruesas, el viento gélido congelaba la respiración y toda la transpiración que emanaba del cuerpo quedaba helada.
En el cuello y cara se había formado una gruesa costra de hielo, llegué a tener unos mocos helados de 7 centímetros, que por mucho que despegara, al poco rato se volvían a formar. Mi gorro de color azul cambió al color blanco por el sudor de mi cabeza.
El extenuante trabajo de arrastrar la pulka sobre aquella rampa de nieve blanda nos hacía jadear, y de vez en cuando, obligaba a parar para tomar más aire, cada vez la larguísima cuesta se iba haciendo más pesada y empinada.
Progresar con las focas puestas en los esquís ayudaba, pero en llano nos frenaba, y hacía el avance más pesado y lento. Fatigados, debíamos hacer cortas paradas para hidratarnos tomando algo caliente que nos reconfortara y diese energía. No podíamos parar mucho tiempo o el cuerpo entraría en un peligroso entumecimiento.
Al parar había que tirar del abrigo más grueso, sin sentarse ni quitarnos los guantes, intercambiábamos la taza de té. Había que morder la barrita de cereal con cuidado, sino sería fácil acabar con algún diente roto, parecían turrón del duro. Las paradas eran cada vez más cortas, hasta que alcanzamos la rampa del collado, la inclinación no nos daría tregua alguna hasta llegar a la cota máxima.
Y como ya era habitual, en los pasos de montaña, la niebla estaba presente, lo que infringía más presión psicológica paso tras paso sin sentir que la inclinación no acababa de remitir. Subir como en un manto blanco sin ver el final se hizo larguísimo aquel día tormentoso.
Jorge tiraba y tiraba, y al fin notamos que la empinada cuesta se suavizaba. En una de las paradas nos juntamos, para decidir en qué momento buscar un lugar lo suficientemente protegido del terrorífico viento del Noroeste del cercano Polo Norte.
El viento ahullaba y no nos oíamos apenas. Tratamos de ver algún lugar al abrigo, pero no lo encontramos. Debíamos parar donde fuera porque nos estábamos helando por la terrorífica sensación térmica del vendaval.
Parados sobre la inclinada rampa de bajada, no veíamos más allá de unas decenas de metros, así que, decidimos montar la tienda. Rápidamente había que ponerse más ropa encima y comenzar la ardua tarea de asentar y cavar una fosa para la gran tienda. Moverse constantemente fue la manera de generar calor en el cuerpo, y de vez en cuando metíamos las manos debajo del abrigo para calentarlas.
Fue duro instalar nuestro refugio, y una vez montado, hubo que hacer un pequeño muro para cortar más el viento.
Mientras mis compañeros iban colocando las cosas dentro de la tienda, a mí me tocaba otra tarea, la valla perimetral. Pensaba que allí arriba no sería necesario montarla, de hecho, traté de convencer a mis amigos de que no sería necesaria aquella noche. Pero los dos me miraron raro, estaban convencidos de que esa pregunta se respondería solo con aquella mirada.
Con las manos insensibles entré en la tienda después de sufrir el montaje de la valla. Fue el día más difícil y doloroso para montarla (manos desnudas a -24ºC). Me llevó bastante tiempo recuperar las manos metiéndolas en el grueso abrigo, además de quedarme encogido y de cuclillas apretando los dientes, para aguantar el dolor que provocaba la recuperación del calor en las manos.
Ya llegado a casa, y debido a aquellos montajes de la valla sin poder usar guantes, cambié sobre todo de la piel de la mano derecha.
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