Los 3 días previstos en Kohphayman se convirtieron en 10.
A medida que el barco se va acercando al puerto, se ve un Buda dorado gigante, sentado en una de las lomas de la isla, entre la espesa arboleda.
Nada más llegar al puerto, donde ya se adivinaba una isla tranquila (no había ningún Thai esperando la llegada de turistas para agobiarlos con moto-taxis o precios de alojamientos), alquilé una moto (en la isla no hay coches) y me puse a buscar un bungalow frente al mar. Un deseo pendiente. La isla sólo tenía una carretera que la cruzaba, por el centro, de punta a punta, en 10 minutos.
La primera noche la pasé en unas cabañas perdidas en medio de ninguna parte. La señora me había asegurado que tenía vecinos al lado, pero al llegar allí estaba más sola que la una. Si hubiera pegado unas voces, solo un gato que me hacía compañía se habría enterado. Me dormí pensando ”bueno, ya vendrá alguien mañana …”.
Nada más despertarme me vi, literalmente, rodeada de millones de hormigas. La sábana de la cama ni se veía: subían y bajaban por mi cuerpo como si fuera un mango dulce. La estupefacción no me dejaba ni hablar, ni chillar, ni moverme. Pegué un salto de la cama y al apoyar los pies en el suelo me cargué involuntariamente a otros cientos. Todo el suelo. Toda la ropa. Las paredes. Estaba absolutamente alucinada. No tenía ni un centímetro donde pisar. No entendía aquello. No tenía comida guardada, mi ropa estaba toda limpia…. ¿Por qué?. Saqué todas mis cosas de la cabaña como pude, y ya fuera empecé a limpiar toda la ropa y las mochilas. Hasta que solo quedó alguna hormiga perdida por ahí. Arranqué la moto y fui a hablar con la señora. Según me comentó, eran las “hormigas del coco” y, seguramente, tendría alguna prenda que oliera a dicha fruta. No lo encontré lógico porque aún no había tocado un coco desde mi llegada a Tailandia, pero quien sabe… Llegó el momento de buscar otro sitio para dormir.
Los bungalows del “Sunset” me enamoraron : terriblemente sencillos, de madera vieja, un poco destartalados, sin cerrojo en la puerta, pero en medio de una vegetación exuberante. La zona común, una cafetería-recepción, era un “chill out” situada justo frente al mar, con un pequeño mostrador de madera vieja y empolvada llena de libros donde Peter, el dueño francés que se enamoró de la isla 8 años atrás, apuntaba los cargos de los clientes con una libreta y un lápiz.
Los atardeceres en Kohphayam, sentada en un pequeño escenario de madera que Peter tenía en un alto a tres pasos del agua, eran sencillamente espectaculares… El sol pasaba del rojo enfurecido al gris invisible en cuestión de minutos…
Por la noche, me sumergía en el mar, removía el agua con mis manos…y aparecía la actividad del plancton (fitoplancton más concretamente), en forma de millones de partículas verdes fluorescentes. Era la magia de la naturaleza. La vida, a veces expresada de forma tan pequeña, ofrece postales difíciles de olvidar. No hay cámara en el mundo capaz de captar la belleza de esta experiencia.
Desperdigados por la isla, decenas de chiringuitos de ambiente reggae donde acabar el día con muy buena música y, a veces, espectáculos de fuego.
Una de las noches dio un concierto en la playa el mejor grupo de reggae de Tailandia, de cuyo nombre no puedo acordarme por impronunciable. Una noche irrepetible bailando descalzos sin descanso. Personas de todos los rincones del mundo unidos tan solo por las buenas vibraciones que trasmite el reggae.
Casi todas las mañanas las dedicaba a dar vueltas por la isla en la moto, en busca de fotos, y a hacer snorkel en una cala pequeña del norte con gran variedad de especies de peces. La cámara subacuática había sido lo mejor que había metido en la mochila. Por la tarde, intentaba identificarlos con una guía del sudeste asiático que algún viajero, con el macuto ya demasiado pesado, decidió dejarla descansar allí en forma de huella atemporal de su paso por aquel lugar especial.
Antes del atardecer, me sentaba con Jessy, la mona adoptada por Peter, y pasaba horas mirándola y hablándole despacio. De ella hablaré en el siguiente postque os envíe pues, para mí, se convirtió en lo mejor de la isla, y lo que más echo de menos…
Pero llegó un día en el que ocurrió lo que me dijo aquel día mi amigo Albert : “cuando ya no te da pereza volver a hacer la mochila, es porque ha llegado el momento de marcharse….”
.Y así fue.