Llegué a Phnom Penh cuando estaba amaneciendo. En inmigración del aeropuerto no me aceptaban euros para pagar la visa de 30 días y el funcionario no me dejó opción ninguna de un cambio justo sentenciando: “here,euros same dolars!”, así que pagué el dólar a precio de euro, teniendo claro que el departamento de inmigración de los aeropuertos no es un buen lugar para discutir. A la salida, las opciones eran tuc-tucs o taxis, pero no había autobuses al centro. Peleé el precio con un tuc-tuc que ya tenía sentado un cliente alemán y podía darse el lujo de bajarme el precio a mí y hacer más productivo el viaje, y le indiqué que me llevara a Riverside, la zona centro al lado del rio, según me habían comentado, la zona con más opciones para backpackers. El tipo se pasó todo el trayecto intentando convencerme de que el guest house de “su primo” era bueno, bonito y barato (intentando comisionar), cuestión que zanjé con un simple: “ mis amigos me han reservado habitación en el que ellos están, pero gracias”. Tras medio hora de búsqueda con las mochilas amenizándome la caminata, encontré un sitio económico y limpio para quedarme, mis dos únicas condiciones (a veces incluso puedo prescindir de la segunda…ajajaja).
Los tuc-tuc resultaban caros para moverse por la ciudad .Así que al día siguiente decidí probar suerte, salí a la calle y paré a un motorista ofreciéndole 1 dólar por llevarme a donde quería ir, y después del regateo de costumbre, aceptó. Bien, ya sabía que por un dólar podría conseguir los trayectos. Los paseos en moto por la ciudad los disfrutaba como si nunca me hubiera subido a una. Cámara en mano, iba inmortalizando cada detalle. Mis ojos siempre buscan inconscientemente la foto en cada rincón, es defecto de fábrica.
Lo primero que visité fue el “Tuol Sleng Genocide Museum”, antigua escuela convertida en prisión de alta seguridad durante el régimen de Kampuchea Democratica S-21, en el que desaparecieron entre 1 y 3 millones de personas entre 1975 y 1979 a manos de los Jemenes Rojos. Me habían hablado de él y se convirtió en mi prioridad en Phnom Penh. Según atravesaba sus pasillos dejando atrás las celdas de tortura, donde aún se conservaban las cadenas, y observaba los cubículos mínimos donde encerraban a las víctimas, la presencia de todos los que murieron acompañaba impasible cada uno de mis pasos a través del horror, haciéndome sentir cómo, en relación a las maldades del ser humano, el tiempo se congela con la intención de avergonzarnos. Hay salas llenas de fotografías de torturas y de las caras de las personas desaparecidas, y en la última, vitrinas y un mapa de Camboya hecho con cráneos humanos. Tenemos miedo. A todo. Pero cuando tienes la oportunidad de estar en un auténtico pozo del horror, deseas con temor que la vida no nos traiga todo lo que podemos soportar…porque eres realmente consciente, de que podemos aguantar mucho más de lo que imaginamos. Apenas encendí la cámara. Cada vez que mi dedo apretaba el disparador, sentía lo mismo que cuando estuve en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau (Polonia): miedo. Miedo de lo que somos. Miedo de lo que podemos ser. Miedo de lo que aún no conocemos de nosotros mismos.
Los siguientes días los dediqué a ver el “Royal Palace”, la “Silver Pagoda”, “Al Wat Phnom” y por las tardes me iba a cenar al Nightmarket y me sentaba en Riverside, tan solo para mirar el Mekong mientras charlaba con cualquiera que me diera conversación. Observar es el mayor placer del viajero, y cada día aprendes a detener el tiempo para disfrutar con lealtad de lo que tienes delante. Al final, tus recuerdos se convertirán en tu mejor álbum de fotos.
Hace tiempo me enseñaron que viajar no es correr sin pausa detrás de todo lo que te ofrece un lugar, con la ansiedad de volver a casa con cientos de fotos diferentes. Viajar es saber parar, para saborear e interiorizar lo realmente importante: la esencia de un lugar y un momento. Fotos de monumentos, calles y museos podemos encontrar millones en internet, pero las sensaciones y las experiencias que enriquecen sólo podemos hallarlas cuando nos saltamos el plan o, mejor aún, cuando ni siquiera tenemos plan…
Una mañana salí a dar una vuelta y decidí, sobre la marcha, ir a ver el Palacio Real, como no lo había programado, no llevaba ropa larga ni los hombros tapados ( exigido para entrar en cualquier templo hinduista, budista o musulmán, pero insoportable bajo los cerca de 40 grados de Camboya). En el mismo Palacio estaban a la venta camisetas y pantalones largos para los visitantes olvidadizos, pero para mí, resultaba un gasto inútil. Salí a la calle y empecé a preguntar a los que por allí pasaban si podían dejarme un rato su ropa para entrar. ¿ perdía algo, además de la vergüenza, por intentarlo…? Si, lo sé. Una locura. Pero a veces las locuras salen bien. Y esa fue una de ellas. Un conductor de tuc-tuc llevaba una camiseta para cambiarse y me la dejó, sin pedirme nada a cambio. Bajé mi falda todo lo que pude hasta que tapó mis rodillas. Lo intentaría así. De nuevo, la suerte había estado conmigo. Volví a entrar devolviendo la sonrisa a los trabajadores que me habían intentado vender la ropa un rato antes y di un buen paseo por todo el recinto deleitándome en cada foto.
Al día siguiente cogí un bus a Seam Reap para ver una de las maravillas del mundo: Angkor Wat. La mayor estructura religiosa construida, bajo el imperio jemer, entre los siglos IX y XV. De tipología hinduista,abarca alrededor de los 200 km2. Dedicado inicialmente al dios hindú Vishnú y siglos después, adaptado y ocupado por monjes budistas. Una de las joyas arquitectónicas del mundo, sin duda. Tenía infinitas ganas de poder pasear entre aquellas piedras con tanto que contar. El trayecto fue de 9 horas, en las que el conductor se paró unas cinco veces para arreglar averías mientras los demás nos deshidratábamos dentro.
Seam Reap es la ciudad dormitorio de las ruinas de Angkor, pero no deja de tener algo especial. Allí volví a comer un auténtico Thali (plato típico Indio), que no probaba desde que estuve en la India el año pasado, y que tanto había echado de menos. Podría comer thali toda mi vida sin cansarme…es lo que tienen las cosas buenas…
Para recorrer Angkor cogí un tuc-tuc por todo el día por 15 euros. Recorrimos los caminos de un templo a otro, que se escondían entre una maleza exuberante y celosa. Cada uno de los templos desvelaba algo distinto. He estado en muchos sitios espectaculares, pero Angkor me sorprendió más allá de lo que esperaba. Su silencio está impregnado de un aura enigmática y su misterio excita tus sentidos y enciende tu deseo por sus secretos. Angkor te envuelve y secuestra tu impaciencia. Me pasé aquella noche, soñando con descubrirla de noche, sin un solo turista, para poder escuchar su respiración…
A pesar de tanta belleza, lo mejor de Camboya es su gente, y lo mejor de su gente, su sonrisa sincera como respuesta incondicional. El pueblo camboyano es un pueblo fuerte, hecho al dolor, es un pueblo con un orgullo bañado en humildad, que te cautiva para siempre y siembra en ti las ganas de regresar…