Lo que más me gusta del otoño, no es el frío que se va instalando poco a poco en las mañanas, muy temprano, cuando hay que salir de casa y apetece ponerse una chaqueta porque las temperaturas ya no son las del verano, y hay un relente que se ha quedado en los coches y el aire huele a fresco, y el cuerpo ya pide el calor de una prenda que cubra, al menos, los brazos.
No es lo que más me gusta que, desde que pasó el equinoccio, amanezca cada día un minuto más tarde y anochezca un minuto antes, que la oscuridad se vaya adueñando sin remedio de las tardes, que sintamos -no sé describirlo bien- como una melancolía, una pequeña tristeza, una añoranza quizás de los días luminosos que quedaron atrás.
No son esas tormentas de verano tardío -o de otoño temprano- que limpian la atmósfera, y dejan después en el cielo jirones de nubes de formas caprichosas, o dibujadas de manera que parecen mensajes que alguien escribe para que dejemos de mirar al suelo y elevemos los ojos al cielo.
Ni siquiera las pequeñas aves que se dejan ver en los jardines de la ciudad, algunas de paso en su viaje migratorio, como el papamoscas cerrojillo, tan inquieto, con ese vuelo nervioso que le delata; o los petirrojos, tan solitarios, defendiendo su territorio; y algunas que siempre están y aprovechan los últimos insectos antes de que llegue el frío, y revolotean entre las ramas sin mucho cuidado, como los mosquiteros, los herrerillos, las currucas capirotadas.
No son los frutos propios de esta época, nueces, castañas, las aceitunas que engordan ya en los árboles si ha llovido, las calabazas que medran por el suelo, el dulce de membrillo, o el viento que desnuda los árboles, sus hojas que van perdiendo el verde y se tornan amarillas, rojas, doradas, o el verdear de la hierba bajo las encinas, o el echar de menos en el cielo el vuelo de los vencejos, de las golondrinas.
No es todo eso lo que más me gusta del otoño, sino el olor a tierra mojada.
Mejor dicho, a tierra que recibe, después de muchos meses sin agua, las primeras gotas de lluvia.
Y qué agradecida es esta tierra que nos regala el petricor, ese olor que resulta de la mezcla de aceites exudados por plantas que se quedan en la superficie de rocas como las arcillas (tan abundantes en nuestro entorno), y de la geosmina, un alcohol producido por ciertas bacterias del suelo, que se evapora con rapidez, siendo por eso tan efímero este aroma.
Es el frío, la luz decreciente, las tormentas, las aves de paso, la hierba bajo la encina, las calabazas… lo que me hace sentir que estamos en otoño.
Pero lo que más me gusta es el petricor.