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Pilar López Ávila

Vivir con la naturaleza

VIAJE A MADEIRA: DE LAURISILVAS Y DELFINES

Hace ya dos meses que estuve en Madeira, pero sigo recordando los días vividos allí, la naturaleza en verde que me deslumbró, el azul de mar, el negro de la roca volcánica.

Punta de San Lorenzo

A mediados de febrero, y alejándonos de la borrasca que entraba por la “nariz” de Portugal, despegamos de Lisboa cuando la ciudad se despertaba.

La lluvia en las ventanillas del avión fue dejando paso a un cielo que se iluminaba lentamente con un amanecer anaranjado, las nubes parecían navegar sobre el Atlántico, océano inmenso en el que apareció, como lo hizo la lava desde el fondo hace poco más de 66 millones de años, la isla de Madeira.

La observamos entonces en toda su belleza y amplitud, pues sus 57 kilómetros de largo y 22 de ancho se abarcan casi en su totalidad desde las alturas.

Isla de Madeira

El aeropuerto de Madeira sobrecoge por sus dimensiones, tan exactas y reducidas como para que el aterrizaje tenga que ser obligatoriamente perfecto. Nada más llegar, te recibe un paisaje tropical, verde y oscuro a la vez, del color de las rocas volcánicas, basalto gris y toba roja.

Paisaje tropical

La roca volcánica domina el paisaje

En Funchal, la brisa templada resultó de lo más agradable para los que íbamos desde el invierno continental, y poco a poco fuimos apreciando que la capital de Madeira se despliega desde el nivel del mar hacia lo más alto de las cumbres volcánicas, con un laberinto de carreteras que llega a todas las construcciones que cubren la falda de un monte aterrazado para ganar terreno a la pendiente. No falta en cada casa un jardín exuberante, o una plantación de bananeros, o de vides para producir el vinho de Madeira, cuya variedad dulce se elabora con uva “malvasía” y se toma a los postres.

Vista de Funchal subiendo al pico Areeiro

Mercado de los Lavradores en Funchal

Catedral de Santa María

Vistas de la ciudad de Funchal

Tulipanero africano

Funchal dorado al atardecer

Saliendo de Funchal, una vista rápida al puerto nos mostraba el museo de CR7, jugador de fútbol oriundo, al parecer muy querido actualmente por sus inversiones para favorecer el desarrollo de la isla.

A partir de aquí, el poblamiento es continuo en toda la costa sur por la que nos desplazamos hacia Câmara de Lobos, antigua localidad fundada por el descubridor portugués Joâo Gonçalves Zarco, que recibe su nombre de la numerosa población de lobos marinos o focas monje que encontró a su llegada en el año 1420, población que se ha reducido a nivel mundial a 700 ejemplares, 400 de ellos localizados en el entorno de las Islas Desertas. Estas islas, junto a la de Porto Santo y las Salvajes, completan el archipiélago de Madeira.

Câmara de Lobos

Foca monje o lobo de mar

Además de este mamífero marino, en el Museu da Baleia descubrimos la gran variedad de cetáceos que habitan estas costas o las visitan en sus viajes transoceánicos. Cetáceos como el cachalote, cuya caza fue una de las principales actividades económicas de la isla hasta mediados del siglo XX. Al final de nuestra estancia, tuvimos la suerte de contemplar algunas de estas especies en el mismo océano, sobre un catamarán junto al que nadaban un grupo de adultos y crías de delfines pintados o moteados, delfines mulares y ballenas piloto, llamadas también calderones, una jornada difícil de olvidar.

Museo de las Ballenas

Cráneos de diferentes especies de delfines

Delfines pintados desde el catamarán:

https://youtu.be/6e_DvYjtGPI

 

Tampoco olvidaremos los bellos paisajes de la costa norte de la isla, desde Santana, donde aún se conservan varias casas tradicionales con techumbre de paja, hasta Porto Moniz, lugar de veraneo donde el agua horada la roca creando espectaculares esculturas naturales. A medio camino entre estos lugares se encuentra Seixal, costa con enormes acantilados por los que baja el agua de lluvia hasta la misma playa y el viento sopla sin tregua.

Casas de Santana

El Atlántico desde Seixal

Puerto Moniz

Antes de cruzar de sur a norte, la vista desde el mirador del Cabo Girâo, situado en el promontorio más alto de Europa, a 580 metros de altitud, nos dejó la consciencia de la magnitud de las fuerzas internas de la tierra que en su día formaron esta isla volcánica.

Desde Cabo Girao

El interior de Madeira es un bosque de bosques, donde la laurisilva está salpicada de altísimas coníferas de diversas especies. Son los laureles silvestres un reducto de la última glaciación de la Era Terciaria y es la laurisilva Patrimonio Natural Mundial por la UNESCO desde 1999.

Laurisilva

Interior de la isla

Es entre estos árboles donde se refugian especies endémicas de flora y fauna. Observamos algunas aves como la paloma, el reyezuelo y el pinzón de Madeira, o una subespecie de cernícalo vulgar. Desde el Pico do Areeiro, con 1.810 metros, en otras épocas del año es posible también observar al petrel de Madeira.

Petrel de Madeira

Pinzón de Madeira

Narcisos de Madeira

Ha sido nuestra estancia un placer continuo para los sentidos, con seísmo incluido de magnitud 5,2 en la escala de Richter, quizás para que no olvidemos el origen de esta isla que surgió de las profundidades y que ahora se alza sobre el Atlántico con toda su fuerza y belleza.

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Sobre el autor

“Desde siempre me gustaron los pájaros, las mariposas y las flores. También escribir cuentos para niños. Hoy les hablo a mis alumnos de los misterios de la biología, paseo por el campo cuando puedo y escribo. Creo que es esencial vivir con la naturaleza, comprender sus ciclos y seguir su ritmo. Y compartir con otras personas lo vivido.”


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