A las amapolas las he nombrado tantas veces que pareciera que son las únicas flores que me fascinan.
No es así, desde luego, pero las amapolas, que florecen en mayo, lo hacen con tal intensidad que no puedo evitar sentirme atraída por su belleza.
Ya esta primavera, que vino calurosa, las hizo florecer antes de tiempo y se vieron algunas en abril, en ese lugar cerca de mi casa surcado de lenares de roca caliza que cada año se cuaja de amapolas.
Hace unos días regresaba de León mirando los extensos campos de cereales, extensos campos de amapolas se podría decir en algunos tramos, de tantas que crecen entre los trigos y los centenos y las cebadas. Una inmensa mancha roja donde esperas ver las espigas verdes y te encuentras esta espectacular floración.
Pero a mí, más que nada, me gustan más las amapolas que crecen sobre los badenes a los lados de las carreteras, sobre todo si lo hacen acompañadas de otras plantas que no necesitan mucho para vivir, ni mucha agua, ni mucho suelo, ni que este sea rico en nutrientes, y que ofrecen también flores bellas.
Las he visto crecer, a las amapolas, en la grieta de un muro buscando el sol, porque eso sí lo quieren, solearse.
No puede una flor ser tan sencilla. A los cuatro pétalos, de intenso color rojo, sedosos y frágiles, se los lleva el viento a los pocos días de florecer. Algunas amapolas tienen en estos pétalos una mancha negra que forma una cruz, quizás una señal para abejas y abejorros, para que vengan a bañarse en el polen que se les ofrece. Porque eso es lo que hacen estos polinizadores, ya que las amapolas no ofrecen néctar, sino grandes cantidades de polen que viaja con ellos a otras flores para fecundarlas y para que haya variabilidad.
Con mi flor no ofrezco néctar a mis polinizadores, pero lo que sí que les doy son cantidades ingentes de rico polen producido por mis estambres, una burrada en comparación con otras hierbas. Mi polen es un manjar muy apreciado por la abeja melífera, abejorros y algunos sírfidos. Su ayuda me es indispensable porque, al contrario que otras hierbas, soy autoestéril. Ya sabéis, que no me puedo fecundar a mí misma. (“Una flor en el asfalto”, de Raquel Aparicio y Eduardo Barba, Editorial Tres Hermanas, 2021).
Las amapolas florecen cuando maduran los cereales, porque con ellos vinieron desde el Extremo Oriente y llegaron a las regiones templadas mediterráneas, escondidas sus semillas entre las de los trigos. Y es que un fruto de amapola -una cápsula llena de pequeños granos negros y redondos- puede contener unas 1300 semillas. Ya en época prerromana se elaboraba con ellas unas papillas, las papas a las que alude este nombre botánico (Papaver), para calmar a los niños y anciano y ayudarles a conciliar el sueño (De “El camino de las plantas” de Rosa Barasoain, Editorial Fertilidad, 2022).
Sus flores se han empleado como remedio medicinal suave en caso de tos, incluso infantil; para ello se prepara una tisana, ya con los pétalos o con la flor entera, solos o combinados con otras plantas béquicas (que actúan contra la tos) y endulzada con miel.
…los alcaloides y mucílagos de sus flores tienen efectos sedantes y calmantes. Por ello, los hemos tomado en infusión para combatir problemas del sueño o estados de ansiedad…
Las hojas tiernas de amapola, así como sus pétalos, se han empleado como verdura de sabor “dulce”… y se consumen hervidas en potajes o sopas, rehogadas, salteadas, fritas, en tortillas o revueltos. (De “El libro de las plantas olvidadas” de Aina S. Erice, Editorial Ariel, 2019).
Hay tanto que hablar de las amapolas…
Sé de muchas personas que también las aman.
Y las dibujan.
O las recrean, maravillosamente, en papel.
O escriben relatos imposibles, aunque fascinantes como ellas.
“…No por ser menos grave, es menos interesante el reciente caso de papaveritis dental que sufre Violeta Valdenebros, cajera de la conocida cadena de supermercados “Splash”. Violeta afirma haberse sentido subyugada bajo la mirada enamorada de su acompañante, Gerardo Geranio, durante una cena romántica que compartieron en el archiconocido restaurante de la capital, El Zarcillo Dorado.
–Cuando llegaron los postres- ha declarado Violeta a esta redacción-, Gerardo y yo degustamos el pastel de chocolate con semillas de amapola, especialidad de la casa, utilizando una sola cucharilla con la que fue aumentando nuestro deseo de compartir algo más que aquel delicioso dulce.
Este caso ha suscitado una gran atención por parte del mundo científico, y Violeta ha sido objeto de numerosas observaciones y exploraciones físicas más o menos invasivas.
Lo que resulta claro es que la amapola que le ha crecido entre los dos incisivos inferiores del lado izquierdo, a partir de una semilla que se quedó incrustada en dicho lugar, ha echado raíces que le han invadido la mandíbula.
El color rojo intenso y los sedosos pétalos de la flor indican su buen estado y también el de su portadora. La relación entre Gerardo y Violeta, a día de hoy, no puede ir mejor.
Él retira cuidadosamente la amapola en cada beso y la coloca tras la oreja o sobre el pelo a modo de tocado.
–En este caso parece evidente -explica el doctor Joao da Silva- la existencia de una relación entre la papaveritis dental que sufre Violeta y los estados emocionales del corazón, entiéndase amor o desamor. Está claro que la enfermedad ha evolucionado favorablemente ya que la balanza se ha inclinado del lado del enamoramiento visceral.
Las últimas noticias llegadas a esta redacción, han confirmado que Violeta y Gerardo han vuelto a salir a cenar y han pedido, a los postres, suflé de yogur con piñones a la miel.
Y que han terminado la noche bailando tangos en la sala de fiestas Le Bouganville Rose, él sosteniéndola por la cintura, ella sujetando entre los dientes el tallo de su amapola, luciendo con orgullo su padecimiento, su feliz papaveritis.”
(De “Tararí que te vi y otros relatos”. Pilar López Ávila. María Polán ilustraciones. Colección Baúl de Palabras. Norbanova, 2021.)