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Recuerdos de ayer

Durante los veranos de mi infancia viajé muchos días con otros de mis hermanos acompañando a mi padre por las carreteras de la provincia. En el viejo Citroen 2 Caballos, en el Renault 4-L (el popular ‘cuatro latas’) o incluso en el R-8 mi padre no solía poner nunca la radio y los viajes se convertían en verdaderas tertulias donde se hablaba de viejas historias familiares o de asuntos cotidianos sin mayor trascendencia.

A mis hermanos y a mí nos encantaba viajar con él porque aquellas excursiones eran también una forma de vacaciones enriquecidas con lecciones y cuentos no al amor de la lumbre, sino sobre cuatro ruedas. «Cuéntanos otra vez cuando tuviste que atravesar el río y el agua le llegaba al caballo a la barriga», le pedíamos, incansables. O aquella historia del bisabuelo a quien le robaron en una posada del camino los títulos de propiedad antes de llegar a cobrar la herencia de su antepasado el marqués…

Mi padre se armaba de paciencia y nos repetía los viejos sucedidos, tantas veces relatados y siempre tan atractivos para nuestra mente infantil. Nuestras únicas reticencias se producían si al caer la tarde no estábamos de regreso. Entonces sabíamos que después de las historias y los cuentos llegaba la hora del rosario y ahí nadie se escapaba. Para entretener el tiempo (supongo que por aquella época tenía muy recientes sus cursillos de cristiandad), mi padre empezaba a rezar el rosario en voz alta mientras nosotros le contestábamos a coro con el consabido «ora pro nobis». Misterio tras misterio. Kilómetro a kilómetro.

En ocasiones, sentado en el asiento de atrás, yo me hacía el remolón y en vez de contestar a la letanía me dejaba llevar, en silencio, perdido entre mis imaginaciones y las musarañas. Cuando aquello resultaba muy ostensible y mi voz se dejaba de oír, mi padre acababa con mi aislamiento a través de una pregunta, que dirigía a alguno de mis hermanos, cargado de ironía:

–«¿Vuestro hermano Juan Domingo se ha bajado ya o sigue en el coche?»

Entonces, mis hermanos me miraban, sonreían y yo me veía obligado a retomar el consabido «ora pro nobis». Ocurrió varias veces. Siempre así.

Ha pasado el tiempo y mi padre ya no está en este mundo. Supongo que ahora, durante los viajes, los padres siguen contando historias familiares a sus hijos y alguno habrá incluso, que les invite a rezar el rosario. No lo sé. Yo no he vuelto, desde luego, a vivir una experiencia semejante. Cuando viajo con mis hijos y ellos se sitúan en los asientos traseros, después de las historias familiares llega el turno del silencio. Y del ordenador. Ellos encienden sus portátiles y navegan por las redes sociales sin otras claves que las del Facebook, el Tuenti y el Twitter. Nada de misterios gozosos, ni dolorosos. Nada de letanías.

A Robert Luis Stevenson los nativos de la isla de Samoa donde vivió sus últimos días le bautizaron como ‘Tusitala’ (’el que cuenta historias’). Ahora me doy cuenta de que mi principal ‘Tusitala’ fue mi padre y que en el universo imborrable de los recuerdos él sigue al volante de aquellos viejos cacharros en los que reconstruía las historias que nos permitieron crecer. Aunque yo a veces, en silencio, no conteste «ora pro nobis» ni me haya bajado aún del coche.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


marzo 2010
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