>

Blogs

Antonio Tinoco Ardila

Apenas Tinta

Naranjas

 

El domingo Manuel se despidió de las naranjas. Lo supe cuando lo vi llorar. Por la mañana, como despreocupadamente, me había dicho: “Tráeme alguna naranjita, que la fruta que me ponen es como un potito de bebé”.  Así que al mediodía me acerqué al mercadillo y compré dos kilos de unas naranjas que me dijo el frutero que eran chilenas o argentinas, no me acuerdo bien. Era lo que había. Cuando fui ya estaban recogiendo y la explanada del mercadillo se iba pareciendo a un vertedero donde decenas de bolsas blancas iban volando mecidas por un viento sin criterio, como pájaros borrachos. Cuando le enseñé a Manuel la bolsa en la que le traía las naranjas me dijo: “guárdalas, guárdalas, y nos las comemos en la cena”. Lo dijo bajando la voz, como si fuera un secreto. Le seguí la corriente, me puse el dedo en la boca mandándome callar y las metí en el armario, donde todavía estaba la ropa con la que ingresó.

Aquella brizna de buen humor se prolongó hasta el momento en que, después de comer la crema de espárragos y el puré de ternera de la cena, me pidió que le pelara una naranja. No quería la compota de albaricoque y manzana del menú. “Parece un potito”, me dijo de nuevo. Se la pelé, le separé los gajos, se los dispuse en el plato componiendo una especie de emoticono feliz –la boca sonriente, la nariz torcida (le dije que aquel señor se había roto el tabique nasal al chocarse contra una farola y conseguí arrancarle una pequeña sonrisa), dos cejas circunflejas como de ZP…– y él se los fue comiendo despacio. Yo lo miraba por el rabillo del ojo, medio de espaldas, mientras hacía como que ordenaba los cuencos en la bandeja de la cena. Manuel iba masticando los gajos lentamente hasta que dejó de hacerlo. Entonces se quedó inmóvil, se le fue abriendo la boca de ese modo en que no es posible evitarlo a pesar de que haces un esfuerzo por mantenerla cerrada y, también lentamente, el zumo de la naranja primero y después la pulpa fue saliéndosele por las comisuras, se le derramó por el mentón y manchó la sábana. Luego le brotaron las lágrimas incontenibles y de su boca salió apenas un rumor sordo, un siseo gutural, la soledad sonora de su pecho. No gimió. No se sorbió los mocos. Cogía aire sin ruido y seguía llorando. El llanto de Manuel era tan callado que yo no podría haberme enterado de él si no hubiera estado observándole. No quise que notara que me había dado cuenta. Hice como que trasteaba con la bandeja de la cena, me entretuve en tapar los cuencos donde le habían traído la crema de espárragos y el puré de ternera y, sin saber por qué, me vi tontamente metiendo de nuevo la cuchara usada en la bolsa de plástico en que había venido y doblando con cuidado la servilleta de papel.

Inesperadamente, me brotó una lágrima. Fue una sorpresa. Se cayó, chocó contra la tapadera de uno de los cuencos y se deshizo. Cayó otra y otra más y de pronto vi que, lento y tembloroso, un hilo de saliva bajaba desde mi boca abierta hacia la bandeja de la cena. Me agarré a ella sin ruido. De espaldas a Manuel.

 

Temas

Otro sitio más de Comunidad Blogs Hoy.es

Sobre el autor

Blog personal del periodista Antonio Tinoco.


julio 2015
MTWTFSS
  12345
6789101112
13141516171819
20212223242526
2728293031