Conocí a Manolo Maldonado hace ya algunos años en el hotel Wellington, en una degustación de productos ibéricos organizadas por el Salón Internacional del Gourmet.
Los grandes genios de la restauración explicaban sus elaboraciones y el director general de comercio de la Junta de Extremadura nos daba una perorata con más voluntad que conocimiento sobre el tema.
Nadie dijo nada sobre la procedencia de las carnes frescas de ibérico que estábamos degustando. La persona que las aportó (por supuesto gratuitamente) estaba a mi lado, y gracias a él conocí esta anécdota, que luego comentamos con el gran cocinero Juan Mari Arzak, para que al menos supiera de dónde venía el guarro que habían cocinado.
Aquello fue el principio de una buena amistad que desde entonces hemos cultivado Manolo y yo, y que nos ha llevado a visitar dehesas extremeñas y portuguesas, a coincidir en ferias y eventos gastronómicos diversos, y a estar presentes en varias ocasiones en Turín, en el Salón del Gusto que cada año organiza el movimiento ecogastronómico Slow Food, donde se dan cita los mejores y más auténticos alimentos tradicionales del mundo. Todo ello me ha permitido conocer de primera mano su experiencia como elaborador y pequeño empresario de productos del cerdo ibérico.
Manolo proviene de una familia de gran tradición como carniceros, de la que él es ya la tercera generación. Dio el paso hacia la pequeña industria de productos ibéricos adaptándose a las circunstancias y mercados actuales, pero teniendo clara su opción por el cerdo ibérico puro, que en los últimos tiempos hay que distinguir del cruzado, porque es el que ha invadido los mercados, dejando a este casi como una reliquia que apenas llega al 3% de la oferta existente en los escenarios de la alimentación.
Y aunque las piezas nobles (jamón, lomo, paleta, etc.) sean las de más valor, también dedica atención a otros derivados tradicionales y excelentes del cerdo como son chorizos, morcillas, patatero, buche, etc., conservados con los guisos tradicionales de los embutidos de Alburquerque que aprendió de su familia.
Inició su actividad en 1993, mejorando y ampliando sus instalaciones en el 2.000, a partir de cuyo momento se dota del espacio y la tecnología necesaria para aunar tradición y calidad. A sus sala de despiece le sigue una zona de salado y otra contigua, bien diseñadas, en la que transcurren los primeros meses del producto, para pasar luego las piezas nobles a un secadero de temperatura y humedad controlada, y a una fase de remate en bodega y cavas, con aireación natural, de la que el producto sale ya seleccionado y curado en un proceso aproximado de hasta tres años.
La parte más difícil de este oficio, sin embargo, está en la materia prima. Trabajar con guarros ibéricos puros hoy, con unos rendimientos cárnicos más bajos que los del cochino cruzado, y mayor engrasamiento, eleva los gastos productivos. Encontrar esos animales puros y hacer seguimiento de ellos desde las dehesas en que se crían hasta el remate en montanera es otra tarea compleja y costosa.
Hasta en la dehesa mejor dotada es necesaria una suplementación alimentaria que varía según sea un año seco o lluvioso. Todo este sistema de manejo y alimentación debe ser inspeccionado y conocido por el comprador, porque aquí reside luego la calidad del producto.
Y esto se lleva una parte importante del trabajo de Manuel, que además tiene que atender al resto del proceso productivo y a la comercialización, en un mercado al que se le ha hecho creer que todo lo que llega es ibérico, cuando el ibérico de bellota solo es una pequeña parte de la oferta total de este sector.
Una de las claves de la filosofía de este artesano del cerdo ibérico es la autofinanciación, no tener que depender de los bancos porque entonces estás perdido. Su pequeña escala y su economía se lo han permitido hasta aquí. El asunto es meter tus ahorros y lo que ganas en un negocio que tiene ciclos muy largos, en los que ese capital ha de estar inmovilizado. Pero así trabajas para ti y no para los bancos.
Poco a poco, como una hormiguita fue haciendo sus clientes en Extremadura. Luego saltó a Cataluña, País Vasco y Madrid, buscando a una clientela muy seleccionada, que distinga el Ibérico y la bellota de lo que no lo es.
Y después encontró clientes en Inglaterra, Bélgica, Países Bajos, Italia y Portugal, a los que cuida manteniendo siempre la calidad, otro de sus lemas. Ahora está en contacto con firmas como Ítaly, que desde Turín se están extendiendo a otras ciudades del mundo, sabiendo que su producto es de pequeñas cantidades y que él no está por masificarlo, porque no es posible y porque para eso ya están otros.
Hace todos los años un jamón estrella excepcional, “Albarragena” le llama, del que solo salen unas ochenta piezas al año, que empezaron llamándole el Jamón de los 1.000 euros, y ahora ya es el de los 2.000.
Pero eso solo es “la guinda” de su producto, que hasta ahora solo puede hacerlo en muy pequeñas cantidades. “Los cardíacos tienen que tener cuidado con él porque (dicen los que lo han comido) es tal el impacto de placer que produce que no todos pueden soportarlo.”
Manolo es un tipo locuaz, divertido, con gran sentido del humor y buscador infatigable de nuevos horizontes de cultura gastronómica en los que aprender y descubrir alimentos, guisos, y tradiciones de todos los rincones del mundo. Al fin y al cabo se siente sabedor y orgulloso de que lleva encima a donde quiera que vaya los secretos de una maestría, la de la dehesa, el cerdo ibérico, y sus embutidos y piezas nobles, con los que puede ir a cualquier parte como embajador de la mejor gastronomía extremeña.
Lleva un tiempo estudiando la posibilidad de hacer el cerdo “bio”, en una dehesa acogida a la denominación de “ecológica”. El día en que consiga ese objetivo, y además lo haga con autenticidad y transparencia, habrá que ponerse en lista de espera para conseguir un producto ibérico de ese nivel. Extremadura tiene dehesas que reúnen todas las condiciones para que ese proyecto no sea un sueño.