Nacionalsocialismo es un oxímoron del que Hitler hizo ideología, una unión contra natura que engendró un monstruo. Por eso me apabulla que formaciones políticas que se declaran socialistas o progresistas sean a la vez nacionalistas radicales, pues la verdadera izquierda siempre ha abanderado el internacionalismo. El nacionalismo es retrógrado, conservador, excluyente, xenófobo. Es atávico, una estatua de sal que se alimenta de un pasado mitificado. Su anhelo es regresar al futuro, a esa Arcadia que solo está en sus sueños de grandeza. Aunque se disfrace de democrático, tiene vocación totalitaria. Antepone la tribu al individuo y sacrifica la libertad en aras de unas falsas fraternidad e igualdad. Es egoísta e insolidario, siembra por doquier las semillas del miedo, la avaricia y la sospecha, como bien advirtió el sabio de Tagore, un indio cosmopolita.
El nacionalista es un niño que teme ser libre, que se refugia en los asfixiantes brazos de la posesiva madre patria; pero hay amores que matan. Es un paranoico que ve un enemigo en todo aquel que no está con él. Considera que el problema es el otro, por lo que la solución final pasa por deshacerse del otro, bien expulsándolo o aniquilándolo. No piensa, siente; no razona, cree; no apela a la razón, sino al corazón o a las gónadas. Es como un toro bravo: si le pones delante la bandera a modo de capote, embiste, y si le picas, cornea. Es miope, no ve más allá de la enseña nacional, sea rojigualda, estelada o ikurriña. Si la religión era para Marx el opio del pueblo, el nacionalismo “se parece al alcohol barato: primero te emborracha, después te ciega, y después te mata”, como dijo el diplomático estadounidense Daniel Fried al comentar la situación en los Balcanes en 2007.
Para el nacionalista, la nación y el Estado (su aspiración y expresión jurídica y política) son un organismo natural que está por encima de la persona. El jurista austriaco Hans Kelsen, uno de tantos judíos que se exiliaron a EE UU huyendo del nazismo, rechazaba esa concepción que, a su juicio, escondía el propósito autoritario de reforzar la acrítica sumisión del ciudadano al poder de aquellos hombres que lo ejercen no en su propio nombre sino bajo la máscara del Estado. Por eso el nacionalismo es -como decía el doctor Johnson del patriotismo, que no es sino el nacionalismo de uniforme y con herretes- “el último refugio de los canallas”.
En realidad, el Estado (y la nación) es un constructo social, un ente artificial o, como dice Kelsen, “únicamente un sistema normativo cuya validez el conocimiento sólo puede presuponer como hipotética”. En plata, uno no es de donde nace sino de donde pace; o como dicen los de Bilbao, nacemos donde nos da la gana. “Donde quiera que se esté bien, allí está la patria”, Cicerón dixit. Por ello, cada uno tiene derecho a decidir dónde pace y de dónde se siente, es lo propio de una democracia. Yo, aunque no renuncio de mis orígenes, hago mías estas palabras de la filósofa Hannah Arendt, quien nació alemana y judía y, tras retirarle la Alemania nazi la nacionalidad en 1937, fue apátrida hasta que logró la estadounidense en 1951: “Nunca en mi vida he ‘amado’ a ningún pueblo ni colectivo, ni al pueblo alemán, ni al francés, ni al norteamericano, ni a la clase obrera, ni a nada semejante. En efecto, sólo ‘amo’ a mis amigos y el único género de amor que conozco y en el que creo es el amor a las personas”.
(Publicado en el diario HOY el 29/9/2013)