A memoria es selectiva y tan infiel como una amante voluble. ¿Por qué es más corta la memoria del favor que la del agravio? «La memoria», decía André Maurois, «es una gran artista: hace de la propia vida una obra de arte y un documento falso». Y Felisberto Hernández subraya el revés de la paradoja: «Olvidar lo malo también es tener memoria». Incluso el saber popular nos advierte con retranca ripiosa ante sus jugarretas. Recuerden el viejo cartel de las tabernas: «Si bebes para olvidar, paga antes de empezar».
A mediados del pasado siglo César González Ruano publicó un libro titulado ‘Siluetas de escritores contemporáneos’, escrito, según confiesa en el prólogo, «de un tirón –nunca mejor dicho, puesto que fue arrancado de la memoria– rápidamente, en poco más de un mes» y «buscando en la tiniebla del recuerdo». En el libro desgrana detalles de una treintena larga de personajes a los que leyó y trató, entre ellos Emilia Pardo Bazán, Unamuno, Valle Inclán, Benavente, Pío Baroja, Azorín, Blasco Ibañez…
El retrato que le dedica a Miguel de Unamuno es formidable y sorprendente. Cuenta en primer lugar la admiración que despertaba entonces el vasco, un verdadero mito de la época, y se deleita en prolijos apuntes acerca de su aspecto exterior: las gafas, el chaleco, la camisa, el sombrero, la forma de los zapatos, el corte de pelo… Se demora después en los recuerdos de la última visita que le hizo en Salamanca. Primavera de 1930; Unamuno tiene ya 66 años y César González Ruano es un joven de veintitantos que le lleva cortésmente las galeradas del libro que ha escrito sobre él: ‘Vida, pensamiento y aventura de Miguel de Unamuno’.
Según relata, hablaron y leyeron en tres lugares diferentes: la casa del ex rector, el café Novelty y el Casino. Unamuno le corrigió alguna fecha y algunos datos. González Ruano escribe de memoria dos décadas después de aquella visita, pero en la silueta de ahora no ahonda en detalles de su libro, ni del pensamiento de Unamuno ni de la vida de Unamuno. Se demora en cambio en acumular menudencias de su carácter maniático y de lo que llama «su sentido reverencial del dinero o, por otro nombre, roñosería».
González Ruano se presenta ante el lector como un joven que había ido hasta Salamanca en coche alquilado, que comió solo porque no le invitó en ningún momento y que siempre pagó las pequeñas consumiciones que fueron haciendo, hasta que, señala, sólo al despedirse, cuando llamó al camarero «para pagar por última vez dos cafés», Unamuno pegó grandes voces y dijo: «¡No, no, no! ¡De ninguna manera! Paguemos cada uno el nuestro». «El café valía treinta o cuarenta céntimos», apostilla Ruano.
Sea producto del azar o fruto de neurociencia inextricable, la memoria es siempre ‘plasmación’ de una realidad poliédrica. Ocurre con las personas y con las sociedades. Saber por qué, pasados veinte años, Ruano hace pivotar todo su relato sobre algo tan tangencial y secundario como la roñosería de Unamuno me resulta tan misterioso como saber por qué cuando nos señalan la Luna, únicamente recordamos el dedo.