Por Enrique Falcó. Joven prudente
NO he dejado de darle vueltas esta semana a lo acontecido en la pequeña localidad de Villacañas, a pocos kilómetros de Toledo. Un accidente en una atracción de feria acabó con la vida de tres jóvenes. En seguida me vinieron a la cabeza recientes desgracias acaecidas en otras ferias o parques de atracciones, como las del pasado año en el Tibidabo o Isla Mágica. La verdad es que si uno se documenta comprobará que este tipo de atracciones son muy seguras, pues a pesar de las numerosísimas ferias y parques de atracciones que existen es un hecho raro y fuera de lo corriente que se produzcan desgracias de este tipo. Es un símil a viajar en avión. Todos sabemos que es el medio de transporte más seguro, pues me atrevería a afirmar que existen cientos de miles de vuelos a diario, y muy raramente nos encontramos con algún accidente de vez en cuando. Eso sí, cuando se producen son terribles. De ahí que respete el miedo o temor de los más reacios a volar, y por supuesto a montarse en las atracciones de feria.
Mi menda nunca ha tenido complejos, para qué nos vamos a engañar, y de la misma manera que nunca he mostrado miedo al avión sí es verdad que algunas atracciones de la feria me imponen cierto respeto. Cuando de pequeño acudía a la feria con mis padres, estos nunca tenían que prohibirme montarme en atracción alguna, porque ya me encargaba yo que mi cuerpo serrano no corriera peligro en ningún momento. Para que se hagan una idea, era un experto en no chocar en los coches de choque, con eso se lo digo todo. Cuando observaba como alguna de mis hermanas más mayores montaban en ‘el gusano loco’ o en ‘el canguro’ a mí se me caían los palos del sombrajo. Un servidor prefería reírse en ‘la cámara de los espejos’ o intentar hallar la salida en ‘el laberinto de cristal’. (Aunque no crean, tenía su cosa; una vez no fuimos capaces de salir, una niña se puso a llorar del agobio y tuvo que entrar el feriante a sacarnos). Ni siquiera me hacía gracia la inocente atracción aquella en la que la bruja de turno te daba indoloros escobazos en la cabeza.
Como cualquiera de ustedes, también he tenido 15 años, la edad del pavo que la llaman, y de la vergüenza ajena. Nunca se me olvidará que fue a esa edad la única vez en mi vida que monté en el ‘Enterprise’ por aquello de no quedar como un niñato acongojado. (Lo que era hasta ese momento). ¡Madre de mis entretelas! ¡Qué experiencia tan horrible! ¡Si no me hice mis necesidades encima fue porque estaba demasiado preocupado en agarrarme a donde fuera! Me consolaba el hecho de pensar que si el artefacto que giraba a toda castaña se soltaba y nos dábamos el gran pepinazo seguramente, y a la velocidad que íbamos, llegaríamos sin problema hasta el hospital o como poco a los aledaños.
Poco a poco le fui perdiendo el miedo a las atracciones (nunca el respeto) y hasta los 18 años o así me dejaba caer por alguna que otra, pero sin ánimo de faltar a la verdad mi adolescencia y mis primeros años de veintena en la feria los he pasado en el botellón y en las casetas, lejos de las atracciones, y ya en los últimos años en los puestos de cariñena con barquillos. Ustedes ya me entienden.
Quizás todos estos miedos sean consecuencia de ser muy prudente o desconfiado, o un poco cobarde y cagueta, para qué nos vamos a engañar a estas alturas, pero seguramente la principal culpable de esta especie de trauma con las atracciones sea una serie de dibujos animados buenísima que ponían cuando era pequeño. ‘Dragones y mazmorras’. Una pandilla de amigos se dispone a pasar un divertido domingo en el parque de atracciones y ¡hala!, sin comerlo ni beberlo de visita a un mundo fantástico lleno de seres extraños, que rezaba la canción. Como serie de dibujos, ya les digo, era maravillosa, y a mí me volvía loco. Aún debo de tener el álbum completo de la colección. En el colegio jugábamos a ‘Dragones y mazmorras’ en el recreo y los domingos, después de comer, esperaba con los ojos como platos una nueva aventura de mis héroes favoritos. Pero uno no dejaba de pensar en el fondo: Vaya faena, todo el día vagando por un universo desconocido, rodeado de monstruos malvados que quieren comerte vivo y a cambio el Amo del Calabozo te da dos armas de mierda en vez de mandarte a casa por aquello de no romper el equilibrio entre el bien y el mal. El Amo del Calabozo era un capullo integral y un gilipollas, pero debo de agradecerle que seguramente gracias a su recuerdo nunca me veré envuelto en un desgraciado accidente en un parque de atracciones. A pesar de mis años, soy incapaz de mirar una atracción de feria sin dejar de pensar que a lo peor el Amo del Calabozo y su puñetera madre están dispuestos a tocarme un poco los guindos. Y no está uno ya para dar paseítos por otro universo, aunque sea fantástico de la muerte.
Publicado en Diario HOY el 14/08/2011