Enrique Falcó. Siempre cortés y educado.
El otro día me armé de valor y decidí echarle un pulso a la crisis. Me apetecía comprar una buena pierna de cordero, así que, me dirigí muy confiado al súper de unos conocidos grandes almacenes, que por aquello de no hacer publicidad gratuita, no especificaré que se trataba de El Corte Inglés. Allí siempre encuentro gente conocida, y me encanta. Yo saludo siempre a todo el mundo, a todo el mundo que conozco de una u otra manera claro, no vayan a pensar que soy tonto. Aunque claro está, todos saludamos a personas que no conocemos por educación en el portal de nuestra casa, o en la consulta del dentista.
Esa manía de saludar educadamente me la inculcaron mis padres desde pequeño, fíjense ustedes qué tontería. Lo digo porque está claro que no todo el mundo ha recibido dicho adiestramiento, y si así fue es más que probable que haya quedado olvidado en los confines del tiempo y se haya volatilizado de sus cabezas y arrojado a la atmósfera en forma de agua de lluvia.
A mí, saludar me encanta, entre otras cosas porque no compromete a nada. Y me place especialmente cuando sé de buena tinta que mi interlocutor no pretende cruzar palabra alguna conmigo. Me encanta su expresión de sorpresa, y el mal rato que les hago pasar. Hay algunos que contestan con un “hola” o un “buenos días” tan bajito, insignificante, como si estuvieran pidiendo perdón, que casi mejor es que no abrieran la boca.
No comprendo cómo pueden existir quienes conociéndose de sobra se cruzan en una calle estrecha, coinciden en un pequeño local, o en el mismo súper, y no se dirigen la palabra. Mi incomprensión se acentúa al referirnos a nuestra región, en donde el moderado tamaño y número de habitantes de nuestras localidades sugieren que de una u otra manera deberíamos de ostentar un trato más familiar que en ciudades más grandes.
El caso es que allí coincidí con una antigua profesora, doña Pilar Gómez, quien me dio clases de Física y Química en 2º de BUP. Un curso que no desearía yo ni a mi peor enemigo. En el viejo bachillerato que cursé (parezco mi padre) 2º de BUP era con diferencia el peor de los cursos inimaginables. Durante ese año no importaba que te gustara o no la Literatura, las horribles Matemática, Física y Química, el temido Latín o la Geografía e Historia, porque lo estudiabas todo.
Ya en 3º la cosa cambiaba, y quien suscribe se quitó de encima las asignaturas de ciencias por el Griego, que dicho sea de paso, no sé si fue peor el remedio que la enfermedad, y si no que se le pregunten a doña Manuela Barroso, mi sufrida profesora de Griego, quien durante el año siguiente se pegó todo el curso impartiéndome como único alumno clases de Griego de recuperación.
El caso es que coincidí con doña Pilar y la saludé. Al devolverme el saludo, mi antigua profesora me miró con extrañeza, y es que no se puede obviar que hace unos 16 años, cuando cursaba 2º de BUP, mi menda albergaba 6 ó 7 arrobas menos en su cuerpo serrano. “¿Tú has sido alumno mío verdad”? – Me preguntó – “En efecto Doña Pilar” – contesté tímidamente –lo que ocurre es que hace ya muchos años y no creo que se acuerde de mí, además era muy malo en Física”. Al decirle mi nombre algún recuerdo atisbó a su cabeza y me dijo que efectivamente me recordaba, que era un pelín vago, pero que acabé aprobando, como así fue. El caso es que confesó que se mostró sorprendida al ser saludada por un viejo alumno porque la mayoría de éstos dejan de hacerlo cuando dicho profesor termina de impartirles clase.
¡Qué ingratitud! Este lamentable comportamiento es realmente reprobable, y muestra además una bajeza moral de muy complicada amnistía. Comprendo que cuando somos adolescentes, además de una imbecilidad constante, manifestamos una serie de cambios que nos convierten en seres insoportables, y por millones de causas, profesamos una manía manifiesta a nuestros pobres padres y educadores, pero todo aquello que con 14 ó 15 años te parecía un hecho transcendental, en la edad adulta ni siquiera es digno de ser recordado con apenas una media sonrisa. Se me vienen a la cabeza una lista interminable de profesores de mi infancia y adolescencia.
De muchos de ellos he hablado anteriormente, como de don Manuel Pecellín, doña Maricarmen, doña Beli, doña Loli Márquez, don Ramón Tamudo, don Manuel Moralo Murillo o doña Teresa Quintanilla. Pero merecería purgar mis penas en las calderas del mismísimo Infierno si alguna vez les niego el saludo a ellos y tantos otros como don Antonio Burgos, don José Luis Álvarez, don Pedro Carabia (para nosotros Peter), doña Guadalupe Blanco, doña Guadalupe Carapeto, doña Matilde Cuevas, mi querida “Queti” del Rosal y tantísimos en los que desgraciadamente ahora no caigo.
Sirva este artículo como llamada de atención para los de mi quinta, en especial para aquellos desagradecidos y maleducados que tan pronto olvidaron a quienes dedicaron parte de su vida a formarlos como personas.
Y también, como punto y final, quiero dedicarles a los adolescentes de hoy en día una frase lapidaria que cantaban mis amigos “Los Murallitas” en los Carnavales del pasado año “Aunque a tu edad todo te parezca una movida, y todas las clases te resulten aburridas, ten respeto por el que pretende, enseñarte algo más en la vida”.
Publicado en Diario HOY el 16/10/2011