Enrique Falcó. Alérgico al pajarito
El anuncio del final de las vacaciones de verano lleva implícito el suplicio del ‘fototostón’, fenómeno del que ya les hablé largo y tendido en el transcurso del verano pasado y al que habremos de enfrentarnos un año más con la amarga sensación del guerrero que afronta una terrible batalla perdida de antemano. Quien suscribe nunca vislumbró placer alguno en aquello de deleitarse con instantáneas veraniegas, y cuanto menos del personal. Nunca he comprendido el afán de quien se muere de ganas por mostrar a los demás sus viajes, vacaciones de verano, o en su defecto bodas, bautizos y comuniones. Y es que cada vez me resisto más a ser presa de las instantáneas, cuanto menos a regodearme en sus visionados. Será por aquello de que las fotos arriban mil recuerdos a mi sesera y, desgraciadamente, por lo general siempre tornan en tristes. Cada foto que contemplo es como recordar un momento de mi vida que ya nunca podré recuperar. Las fotos, en el momento en que alguien pulsa el disparador, se convierten automáticamente en parte de nuestro pasado y yo hace bastantes años que renegué de este dándole la espalda para centrarme en el presente y procurarme un buen futuro, aunque quizás al futuro nunca le preste excesiva atención.
Existió una época, hace muchos años, en la que quizás sí, me privaba salir en ellas y ser protagonista de todas las fotos posibles del mundo. Siempre me ofrecía voluntario para posar con mi mejor sonrisa y todas las polaroid que copaba me parecían pocas. Después, contemplaba mi joven rostro en busca de imperfecciones que, aunque no sabía cómo ocultar, anhelaba que desaparecieran en cada negativo revelado para que ofrecieran lo mejor de mi cuerpo y mi alma, de mi esencia, como recuerdo duradero de mi paso por este mundo. Las cosas han cambiado y ya no quiero figurar como protagonista en ellas, ni siquiera como figurante secundario o vieja gloria en declive, y me resisto a que me inmortalicen en instantáneas, y no por aquello de no encontrarme en mi mejor momento o no agradarme especialmente lo que contemplo al mirarlas, que esa es otra cuestión.
Existen, y no comprendo su afán, quienes pretenden inmortalizar inútilmente cada instante de sus vidas y para ello posan constantemente exhibiendo un rostro y trasfondo que no se asemeja a la realidad de sus sentimientos, mostrando por tanto un mensaje falso que permanecerá ya para siempre impasible en el tiempo, al menos hasta que se destruya el fotograma portador de tan falsas imágenes. Quien posa constantemente no hace más que engañarse a sí mismo, pues la vida es algo más importante que un gran angular como para maquillar continuamente nuestros sentimientos con coloretes baratos de embustera felicidad.
Existen creencias primitivas que sostienen que una fotografía roba el alma a los fotografiados. Como comprenderán no será el menda quien otorgue validez a tan disparatada afirmación, no obstante, tal credo me inclina a reflexionar sobre las imágenes llegando a la conclusión de que si bien no el alma sí que nos sustraen una pequeña parte de nosotros. ¡Malditos retratos! Condenadas fotografías que robáis un instante de nuestra vida y lo mostráis tal cual, para siempre, sin pensar que algún día ya no reconoceremos ni el momento ni el lugar, ni a la persona que mira al objetivo o posa despreocupada y desconocedora de que está siendo inmortalizada para la posterioridad. Retratos que representan nuestros sueños perdidos, nuestros recuerdos, nuestros seres queridos, aquellos a los que quisimos amar y no nos dejaron y odiamos desde entonces, pues la visión de sus imágenes no nos permite olvidar. Esos maravillosos lugares que visitamos a los que nunca pudimos volver, o a los que regresamos algún día pero ya no eran igual que los de las viejas fotografías desgastadas de tanto mirarlas.
No puedo evitar que la tristeza y la nostalgia se apoderen de mí, y es por ello que cada vez me resisto más a visionar fotos, ya sean propias o de amigos y familiares. No me gusta apreciar la inconfundible secuela del paso del tiempo en mí y en los míos. Cuando los seres humanos nacemos solo existe una realidad, la de que comenzamos una interminable carrera de obstáculos contra la muerte que siempre acabará en favor de la Parca, esa puñetera mal nacida.
Con el tiempo y los años, uno no puede dejar de pensar, que aquellos malditos retratos, esas estúpidas fotos, no son más que el último aliento de un pedazo de nuestra alma que quedó para siempre congelada en el tiempo.
Publicado en Diario HOY el 21/08/2011