Enrique Falcó. Nostálgico Semanasantero
Parece mentira que tras dos años y medio aún no me haya atrevido con
un tema tan recurrente como la Semana Santa. Como me define mi padre en el prólogo de mi libro, “Don de Loch Lomond”,el menda es un captador de esencias, y siendo tan celebrado acontecimientoportador de buena parte de esas esencias, recurro hoy a ellas para compartircon todos ustedes, mis queridos y desocupados lectores, mis recuerdos de tan memorables fechas.
Las esencias de tan particular semana anidan innumerables
recuerdos, como es habitual en mi sesera, y como bien podrán imaginar van
bastante más allá que el olor a cera y a incienso, que tanto me gustan. Ya
saben de mi fascinación por los olores (no digamos ya los sabores), a los que
podemos recurrir en cualquier situación para despertar nuestros dormidos
recuerdos y viajar a diferentes etapas y momentos de nuestra vida. Las Semanas
Santas de Badajoz me huelen y saben a lo mismo que a la gran mayoría de los
niños criados en esta bendita ciudad, Badajoz, en los años 80. A bocatas de
calamares del Kiosco de San Francisco, devorados con el mismo fervor que las
saetas de fondo que siempre cantaban a la altura de la Plaza Minayo, otorgando
al evento una propia e inolvidable banda sonora. Es curioso, pero siempre que
como un bocadillo de calamares me acuerdo de la Semana Santa, y viceversa. Aunque
para ser justos, si existe un escenario que pueda enmarcar de manera magistral
mis recuerdos sobre la Semana Santa, ese es sin duda el pueblo más bonito del
mundo, y el más especial para quien suscribe: Jerez de los Caballeros.
Partimos de la base que a todos los niños nos privaba la Semana Santa,
(semana y media más bien, como cantaban Los Murallitas en los Carnavales del
2011 refiriéndose a las vacaciones de los maestros). Eran unos días de asueto
formidables a mitad de curso, entre las navidades y el verano. Pasaba la
mayoría de vacaciones en la casa de mi abuela, en la calle Flecha Negra número
4, en la subida a la Plaza de Abastos, ese mágico lugar donde ensayaban “los
flechas” y a donde quien suscribe corría junto con su amigo Chema para ver y
escuchar aquellos tambores que me volvían loco. Tambores y más tambores. Que me
perdonen los más devotos, pero a eso suena la Semana Santa en mi corazón, y
nunca ha existido nada que me importara más. No me perdía una procesión, aunque
ya imaginan que como el niño que era, hacía caso omiso a la belleza y
majestuosidad de los Pasos. Me interesaba y sobre todo, me emocionaba esa
música, esas marchas, esos tambores que sentía tan cerca y que se mezclaban
mágicamente con las trompetas. Música celestial para mis oídos.
No conozco un lugar donde la Semana Santa se celebre tan
profundamente. Han leído bien. En Jerez de los Caballeros lo que menos importa
es la devoción o el fervor religioso. Las tradiciones mandan, y una cosa no ha
de estar reñida con la otra. Todos los niños queríamos ser flechas, o
nazarenos, y portar el Domingo de Resurrección los pequeños pasos de María
Magdalena, San Juan y San Pedro, quienes en La Fuente de los Santos corrían
para avisar a Nuestra Señora del Rosario de la resurrección del Cristo
Resucitado.
Ser flecha, si no se residía en el pueblo se antojaba muy difícil, por
el problema de los ensayos y las reuniones. Así que me contentaba con salir en
Martes Santo de Nazareno en la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario, a cuyo
templo, la Iglesia de San Miguel, acudía muchas mañanas para ayudar a colocar
las flores o para hacer pequeños recados. En la puerta de la Iglesia nos
reuníamos toda la chiquillería y nos divertíamos con juegos tan imposibles y
divertidos como olvidados. Tres años seguidos salí en la procesión, que
popularmente era conocida como “La del Silencio”, ya que la ironía del destino
quiso que saliera en la única procesión a la que no acompañaban los tambores
que tanto me privaban. Pero era muy divertido y emocionante enfundarte el
capirote, y escuchar como te llamaban los amigos, deseosos de que levantaras la
mano para saludarlos cuando iban susurrando tu nombre a medida que comenzaban a aparecer los nazarenos por las diferentes calles del pueblo. Era tal la
expectación que se apoderaba de mi cuerpo el día de salir en procesión que me
enfundaba el capirote como unas 4 horas antes de comenzar, y así, de tanto
tener la cabeza tapada, el tercer año me dio una lipotimia en mitad de la
procesión de la que se habló largo y tendido en el pueblo. Quizás fue esa y no
otra la causa de que jamás volviera a vestirme de nazareno. Pero nunca olvidaré
los bellos recuerdos de Jerez de los Caballeros y su Semana Santa, tan especiales
en mi corazón y memoria. Existen a quienes la Semana Santa molesta
especialmente, y hablan de un “noveleo” o una doble moral que efectivamente
puede existir. ¿Pero a quién le importa la devoción o el fervor religioso
cuando hablamos de tradiciones? Lamentablemente esas Semanas Santas ya no
volverán, y hoy en día, a causa de mi trabajo, ni siquiera todos los años puedo
disfrutar como festivos el Jueves y el Viernes Santo, por lo que no son ya tan
especiales. Aunque les confieso que a día de hoy, a mis 33 años, no puedo
evitar emocionarme cuando adivino los primeros sonidos de los tambores en
fechas tan señaladas, y parece que vuelvo a verme subir con mis pantalones
cortos y los churretes de sudor, corriendo la cuesta de la Plaza de Abastos de
Jerez de los Caballeros en busca de aquellos redobles de ensueño de ayer, que
hoy han tornado a tambores de dulce melancolía.
Publicado en Diario HOY el 08/04/2012