Enrique Falcó. Antitabaco
Cohabitan en la cabeza de todos nosotros no menos de un puñado de frases con las que nos hemos criado desde que ostentamos uso de razón. Expresiones que aunque a día de hoy no se repitan tanto como antaño siempre sacan algún recuerdo de nuestra impredecible sesera.
Mi menda destacaría algunas máximas inolvidables de mi querida abuela materna, Lole Martínez Zoido, al estilo de: “Entre todas la mataron y ella sola se murió”, o el “Ni fú ni fá”, “si no hay lo pintas” o el famoso “si tienes frío te arropas con la capa de tu tío”. También algunas reseñables de mi madre, Loli Falcó: “¡Eso lo saben hasta los negros!” O incluso la favorita de mi tío Juan Carlos: “¡Te digo que oh!”.
Ayer a mediodía, cuando volvía ligeramente cargado hasta las trancas portando dos bolsas de grandes dimensiones del súper a la vez que renegando cual marujilla de tres al cuarto por los precios cada vez más altos de la carne, el pescado, el café y el Loch Lomond marca ACME, una señora, que no tendría muchos más años que cuarenta, me formuló una de estas frases memorables en forma de pregunta que me han perseguido durante toda mi adolescencia y parte de mi edad adulta. “Perdona… ¿Tienes un cigarro?”.
¡Menuda regresión amigos! Reconozco que no pude evitar una sonrisita, y contesté a ella como lo he hecho toda la vida: “No, lo siento, no fumo”. Me encantaba soltar esa frase cuando era un quinceañero en el instituto Zurbarán de Badajoz, pues aunque al principio lo hacía a modo de disculpa, para que mi interlocutor (y especialmente si era interlocutora, ustedes ya me entienden) no pensara que no quería ofrecerle algún cigarrillo, en seguida me di cuenta que esa respuesta crispaba a los fumadores, y que se la tomaban como algo personal, algo así como una afirmación pública de que no era tan imbécil como ellos para aspirar humo por la boca, envenenarme por dentro y volverlo a exhalar por mi chato hocico.
Hagan memoria, mis queridos y desocupados lectores, ya sean fumadores activos o pasivos, y discurran con diligencia: ¿No les parece que es una frase que ya no se escucha en los tiempos que corren? ¿Cuándo fue la última vez que ofrecieron tabaco, o vieron a algún fumador ofrecerlo en los últimos años?
El prohibitivo precio de las flores de alquitrán ha puesto fin a un gesto tan cotidiano como sacar un paquete de tabaco y ofrecer cigarrillos a diestro y siniestro. Fumar hoy en día, aparte de una inconsciencia brutal y una estupidez como un templo, es un lujo que no todos pueden ya permitirse. Y ya que estamos hablando de máximas y citas: No hay mal que por bien no venga. Lo que no consiguieron una firme determinación y una fuerza de voluntad sin límite lo está procurando un bolsillo maltrecho y una escasez de peculio más que considerable.
La sociabilidad que antojaba al fumador mostrar esa amable camaradería se va esfumando, consumiéndose cual cigarrillo postrado sobre un cenicero de cristal del que nos hemos olvidado de apagar y no le queda más que desaparecer en el tiempo.
¡Malditos tiempos que nos están tocando vivir! Ofrecer un cigarro, invitar a un café o a una caña, dejarle al vecino un par de huevos, algo de vino blanco o una cebolla, puede presentársenos como un lujo difícil de solapar.
Recuerdo que de niño, una costumbre muy extendida, era la de dejar alguna luz del hogar próxima al umbral de la puerta, encendida, para ahuyentar a los posibles ladrones, haciéndoles creer que había gente en casa. Con los recibos de la luz actuales, auténticos robos a mano armada, casi que sale más barato dejar la puerta abierta y que el chorizo de turno se sirva a sus anchas, sin destrozar demasiado.
En mi niñez y pre adolescencia, no tan lejana como muchos podrán pensar, en mi ciudad, Badajoz, era más frecuente de lo necesario que algunos “manguis” se dejaran caer por nuestros lugares de ocio para intentar chorarnos algo del estricto estipendio semanal que nos otorgaban nuestros progenitores. “¿Me dejas cinco duros?”- solía ser el grito de guerra y carta de presentación de esta clase de chusma, quienes de vez en cuando portaban machetes y navajas. En muchas ocasiones incluso entregábamos los cinco duros de turno al momento para evitar posibles males mayores, e incluso para no aguantar más el rollo de esta gentuza… total, eran cinco duros. Dudo que hoy en día, cualquier niñato de doce años no ponga en peligro su vida si pretenden sustraerle aunque sean veinte céntimos. ¡Faltaría más!
Hace ocho años, en la sala de descanso de mi trabajo, las latas de refresco de máquina costaban 55 céntimos. Todos flipábamos con lo baratas que eran, y casi todo el mundo dejaba los cinco céntimos que sobraban encima de la máquina, por si a algún compañero le hacían falta para sacar la suya. A día de hoy nos quejamos de que cuesten 60 céntimos, y no es nada habitual que la peña vaya regalando la calderilla así como así.
Supongo que todo ha de tener alguna explicación. No es que nos hayamos vuelto ratas de repente, pero uno se pone a recordar que hace tres años ganaba más dinero que ahora, y entre otras cosas pagaba “sólo” un 16% de IVA, y con 100 euros en un supermercado hacía la compra para un mes incluyendo carne y pescado.
Tiene narices que todavía existan quienes se atrevan a pedir cigarros a desconocidos. “¿Perdona… tienes un cigarro?”. Al menda lerenda le entran ganas de ser fumador, y decirle con todas las letras muy claritas “Sí, lo tengo… pero no te lo voy a dar”. Si lo piensan bien, con la que está cayendo, es casi más insultante que cuando aquellos “chulimanguis” te robaban casi a punta de navaja aquellos miserables cinco duros.
Publicado en Diario HOY el 27/01/2013