Yo no quiero que usted se enfade por lo que he venido a decirle. Preferiría, sin duda, que usted me disparase así, a bocajarro, si llego a molestarle de algún modo, que me empujase con violencia para que mi cráneo se quebrase como un coco en aquel arcén oscuro, si usted estimase que mis intenciones no son buenas o, incluso, hasta mejorables. Me estoy limitando, y créame cuando le digo que no quiero extralimitarme en ningún momento, a transmitirle lo que los que le conocen mejor no se atreven, por miedo, sobre todo, a interrumpir sus ablaciones diarias… qué se yo, sólo soy un mensajero que desea cumplir de la mejor forma posible un cometido que nadie ha querido ni ha solicitado, un cometido, ya digo, que ni tan siquiera he querido cargar sobre mis hombros, aunque alguien tenía que decirle las palabras que, por muy mal que le hagan sentir, deben ser pronunciadas, aunque sea bajito, y aun a riesgo de que le calcen una hostia al mensajero, cierto, que en el caso que nos ocupa coincide con mi persona, así que para no hacerle perder el tiempo innecesariamente le ruego que escuche las palabras que he venido a decirle, palabras que son del todo sinceras y que resumen, por supuesto, el sentir general de buena parte de sus allegados: “Benito, estamos contigo”. Convendrá conmigo en que la frase tiene empaque.