Hace una semana llegó ese momento del año en el que los estudiantes despreocupados durante todo el curso nos agobiamos, nos encerramos en casa y sufrimos. Esos días en los que aquellos que pasamos de coger apuntes durante todo el curso nos vemos buscando en nuestra lista de contactos, acechando las afueras de la facultad, o como último recurso, entrando en el rincón del vago para conseguirlos.
Una semana después de haber empezado la época de exámenes, he dormido pocas horas y he perdido varios kilos. Tengo un aspecto un poco lamentable, supongo que como el de cualquier persona que se alimenta de café, porque ese es mi menú diario.
Estos días he perdido mi vida social. Y si salgo, como hice en la feria, no disfruto. Estuve toda la noche sintiéndome culpable por haber abandonado en casa a Goytisolo y a Landero. Paseaba por la feria buscando mis señas de identidad y sintiéndome una mujer inmadura, entre macrobotellones que me envolvían y sucesivas peleas.
Desde esta semana hasta el día 20 de junio, mi madre sabe que no puede entrar en mi territorio. En estos momentos, cambiarme unos apuntes de lugar, entrar a fregar en mi habitación o pedirme que cuide de mi hermano es tiempo perdido, un tema de la lección que no tendré ocasión de estudiar. Porque estos días todo lo tengo calculado.
He tenido un grave problema con el ordenador que me está desesperando. No puedo pasar mis apuntes a Word para imprimirlos y tengo una letra muy de receta de médico. Llevo unos días investigando en foros y creo que he llegado a la conclusión de que lo que le sucede a mi ordenador es fruto de un virus: las tildes me salen dobles. Es tan raro el virus que me afecta a todos los sitios donde puedo escribir (Google Chrome, Microsoft Word, Tuenti…), excepto a los nombres de las carpetas y los archivos. Resulta que cada vez que quiero poner una tilde, tengo que escribir la letra que la lleva en una carpeta, copiarla y pegarla en la palabra.
Sin embargo, después de todos estos inconvenientes, hoy estoy contenta. Los viernes los considero durante todo el año el mejor día de la semana. Y ahora, en época de exámenes, los considero mi única válvula de escape para relajarme y olvidarme de que al volver a casa me estarán esperando los apuntes de Fonética o de Lingüística.
Yo no sé qué sería de mí sin Alonso de la Torre y los viernes. Y eso que estos días al pobre le doy poca conversación. Llego, me bajo del autobús quejándome de los múltiples dolores de espalda y cuello que tengo, monto en el coche de Alonso rumbo al lugar más perdido del mundo donde entrevistaré a la persona más extraña que encuentre, y tras conocer estos datos, me duermo.
El viernes de la semana pasada fue el primero que pasé sin Alonso desde que murió mi abuelo. Algún día contaré los extraños sucesos de aquel día, cuando me vea con fuerzas para hacer humor negro. Este viernes no murió nadie, ni sucedió otro tipo de desgracia. Alonso se fue de viaje a Valencia y yo, que aunque me meto mucho con él y sus histerias, en el fondo le tengo cariño, me puse triste. Me fui a dar una vuelta a la feria, veía su amado juego de camellos, y me daba pena.
Este viernes no me ha fallado. Me bajaré del bus dormida, sí, me montaré en el coche y me volveré a dormir, haremos la entrevista y me costará mantenerme despierta, pero en cuanto empecemos a soñar con grabaciones de Cáceres Insólita y nos imaginemos dentro de unos años como si fuéramos Callejeros, aunque sean ilusiones, yo me olvidaré de las oclusivas y las alveolares, mi cara recuperará su natural sonrisa y empezaré con fuerzas otra dura semana de auto-represión en casa.