Años atrás por estas fechas, ni tomar mucho zumo de naranja me salvaba. Tanto abrirme las muñecas exprimiendo, tanto echar azúcar hasta el punto de parecer más bien que estaba tomando Dalsi, tanto esfuerzo… para nada. Caía un constipado tras otro seguido. En cambio, este invierno, unos calcetines alpargatas de esos que van recogiendo toda la mierda que hay por el suelo me están curando en salud. Esos calcetines gorditos, con suela negra como acolchada que vendían en los puestinos de Cánovas estas Navidades, esos mismos que venden también en el mercado, muy graciosos, con muchas formas y colores, que me están haciendo ver lo bonito que es vivir un invierno sin jarabes, tos, pastillas, mocos, pañuelos… y sobre todo, sin zumos de naranja excesivamente azucarados.
Solo hay que ponerles una pega a los calcetines alpargatas: son tan cómodos que no es raro que te metas en la cama con ellos sin darte cuenta. Y después de haber estado cocinando, paseándote de un lado a otro de la casa, o incluso saliendo a verter la basura o a comprar el pan a la vuelta de la esquina con ellos, es más probable que esté la patita del lobo del cuento blanca cuando se la enseña a los cabritillos por debajo de la puerta que tus pobres calcetines, que no pueden terminar la jornada más negros. Tienen también un punto nostálgico: lo mismo puede aparecer pegado a él uno de los pendientes que se te perdió hace meses y ni buscando con una linterna encontrabas, que un gusanito que se te cayó al suelo mientras veías la tele tirada en el sofá la noche anterior.
Sin embargo, es increíble ver que, incluso arrastrando los pies a ras del suelo, resisten, no se agujerean. En cambio, yo antes de tener de estos, era una maquina de teñir calcetines de negro, de recolectar tomates cada dos por tres, casi tanto, como de constiparme. Ahora, ni tengo tos, ni tomates, ni naranjas… ni doy a basto en sábanas.