Ayer me comí unos huevos revueltos como quien degusta un buen jamón, masticándolos lentamente, disfrutando de su jugosidad en la boca, apreciando su bonito color…
Igual suena un poco raro, pero una de las cosas que más voy a echar de menos en Roma son los huevos de campo de las gallinas de mi padre. Acostumbrada toda la vida a tener huevos de cosecha propia en casa, las pocas veces que he tenido que comprarlos si no han ido a la basura por su escaso sabor, ha sido por la pena de tirar la comida. Y por mucho que los pigmenten y que consigan poner sus yemas de un llamativo color amarillo anaranjado, no son lo mismo: entran por los ojos, pero no por el paladar.
Estos dos últimos años que he pasado en Cáceres, siempre que mis padres venían a verme, podían olvidarse de cualquier cosa menos de traerme un par de docenas de huevos frescos. Me daban la vida porque me venían bien para combinarlos con cualquier cosa (gulas, gambas, queso…), que, para las personas a las que no nos hace mucha gracia cocinar, son platos sencillos de realizar. Aunque lo más divertido, sin duda, es hacerlos fritos y untar el pan en la yema pringándote los dedos.
Ahora, cuando me vaya a Roma, ya no tendré huevos frescos esperándome en mi frigorífico. Ya no podré volver a disfrutar de su sabor, de su textura, de su olor… Me voy a sentir como si un fabricante de jamón de pata negra tiene que acostumbrarse a comerlo de recebo, o como si un enólogo pasa de tomar un Ribera del Guadiana a beber un vino Don Simón de tetrabrik de esos que se utilizan para cocinar o para hacer calimocho. No creo que sea exagerado poner los huevos de las gallinas de mi padre a la altura de los mejores manjares.