No hay sonido que más me guste en esta época del año que el croac, croac de las ranas y el cri, cri de los grillos cuando paseo a la orilla del río mientras se hace de noche. Lo relaciono con esas madrugadas de verano en las que te quedas hasta las cuatro con las vecinas sentadas en unas hamacas al lado de la puerta de casa, o con esas noches que ibas a beber agua a la cocina y tenías al grillo en una pecera con una hoja grande de lechuga comiendo muy contento, sin parar de cantar. Yo creo que la mayoría de los niños que nos hemos criado en los pueblos, hemos tenido de mascota un grillo alguna vez en nuestra vida.
Lo mejor de todo era la forma de cogerlo. Normalmente te ibas guiando por su sonido y buscando el agujero en el que se cobijaba. Luego, una vez que creías haberlo encontrarlo, cogías un bote para echarle agua y podían suceder dos cosas: que te hubieses equivocado y que al verter el agua en su madriguera saliesen a toda prisa un montón de hormigas, que si ibas con chanclas terminaban subiéndote por los pies, o bien que hubieses acertado con la casa del grillo y que, tras tenerlo medio ahogado y darle con un palo, consiguieses que terminase saliendo y lo metieses en un bote de plástico para llevártelo a casa.
El jueves volví a Arroyo para darme un respiro y recargar las pilas para los exámenes de recuperación. Como hacía muy buena tarde, conseguí convencer a mi hermano para que dejase un rato los juegos del ordenador y se viniese a dar conmigo un paseo por el río. Cuando volvíamos camino de casa, mientras se hacía de noche, con los pies llenos de zaragüelles de haber andado entre el pasto, escuchamos a un grillo cantar. Como era muy de noche y nos picaban mucho los pies, no pudimos localizar su madriguera. Pero ya le he prometido que esta noche volvemos al río a buscarlo. Yo quiero que sepa lo que se siente cazando un grillo, echándole de comer lechuga y durmiéndote escuchándolo cantar.