Terminar de entregar un examen y que se te venga a la cabeza la respuesta de una pregunta a la que no has respondido es algo tan probable como que una de cada cinco personas le pongan tilde en la ‘a’ a la palabra sintaxis.
Los estudiantes, en época de exámenes, somos los seres más fuera de sí que existen, solo por detrás de los políticos. Nos damos cierto aire. Estamos ajenos a nuestro entorno, vamos con cara de ‘colgados’ por la calle, repasando la lección mentalmente, en ocasiones hablando solos, como si estuviéramos a punto de dar un mitin. El día que nos examinamos, parece que buscamos dar pena para que se apiaden de nosotros. El que lleva dos meses estudiando no tiene problemas, va relajado, pero el que ha empezado una semana antes y no se ha puesto en serio hasta la última noche, va con los ojos rojos, la cara pálida, la espalda dolorida… vamos, hecho un adefesio.
Llegar temprano a un examen tiene una gran desventaja: todo el mundo sabe qué preguntas van a caer, como si la noche anterior no hubieran podido dormir y hubiesen llamado al programa de Sandro Rey. Claro que así de ‘alto’ es el índice de acierto. Porque bien puedes creértelo, sacar los apuntes y ponerte a repasar lo que te han dicho como loco o bien puedes relajarte y pasar de chismes infundados. Eso sí, siempre tendrás a alguien al lado que, si ha acertado con su predicción, te recriminará que no te hayas fiado. El clásico de: ¡Te lo dije! Ese probablemente llamaría al programa de Esperanza Gracia en Telecinco.
Hay tres momentos claves en un examen: cuando miras al techo, buscando inspiración, por si a las musarañas que te han distraído durante todo el curso les da por ayudarte con una respuesta; cuando miras a los lados por si el compañero acepta un trueque: él te dice una respuesta que necesitas y tú a él una que no tiene; y por último, cuando te miras los pies cabizbajo, maldiciéndote por no haber empezado a estudiar mucho antes y haberlo dejado todo para el final.
Aunque eso sí, el momento en el que más te desesperas es cuando te sabes de memoria un tema, incluso dónde van colocadas comas y puntos, y se te olvida una palabra sin la cual no sabes seguir escribiendo. Y cometemos el error más gordo: poner puntos suspensivos, una raya, o simplemente dejamos un gran hueco en blanco, para que el profesor se dé cuenta de que te lo sabías, pero te has quedado atrancado. Cosa que, por mucho que queramos, no juega a nuestro favor.
Si hay que buscar un momento divertido, yo me quedo con los exámenes tipo test y los tosidos. Parecen un mito, pero puedo asegurar que ese método existe. Aunque es tan fiable como cualquiera de los dos adivinos que he citado antes.