Hace dos fines de semana, volví a salir de fiesta en Arroyo tras mucho tiempo sin hacerlo, desde septiembre tal vez. Fue una situación extraña, rara, me veía fuera de juego. Pasaba por el parque y sentía que ese no era mi pueblo. La tienda de Cesar había cambiado de acera, en su lugar había una tienda de ropa, entraba en el pub Obama y me sorprendía tras observar una decoración diferente, iba al pub Por fin y los dueños eran nuevos.
Mientras bebía una cerveza junto a la barra con mi grupo de amigas, no podía dejar de observar a la gente que entraba. Chicos y chicas de trece y catorce años frecuentaban la pista de baile. Ellas, con unos tacones impresionantes, que les hacían aparentar más edad. Ellos, con los pantalones caídos, enseñando los calzoncillos, lo que viene siendo habitual.
Yo no podía dejar de mirar, entre asustada y curiosa. Por una parte pensaba que me estaba haciendo mayor, que el centro de la pista de baile ya había dejado de ser mi lugar, que me habían derrocado con solo veinte años unas niñas de trece. Apenas se me hacía familiar alguna cara. No sabía dónde se habían metido mis coetáneas. Por otra parte, me daba pena que tan jóvenes empezasen a beber y a fumar, que destrozasen sus vidas de esa manera, que quisieran dejar la inocente infancia, con lo bonita que es, y tener prisas por crecer.