Esta semana he leído dos libros de Leandro Fernández de Moratín, el autor más destacado del teatro español del siglo XVIII, que me han dejado un sabor agridulce, a pesar de ser historias que parecen tener un final feliz. Me da miedo tener que leer un tercero, más que nada porque en los dos que he leído, El sí de las niñas y El viejo y la niña, parece estar en contra de todos los viejecitos, a los que unas veces pinta como pobres hombres ilusos y buenos y otras como a cascarrabias gruñones que más que querer una esposa, quieren una sirvienta jovencita que los vista y los cuide cuando estén enfermos.
Lo cierto es que el siglo XXI, al igual que el XVIII, que conocemos de la pluma de Fernández de Moratín, están llenos de prejuicios en ese sentido. ¿Cómo puede salir bien una historia con diferencias tan grandes de edad, con entornos de generaciones distintas, con falta de experiencia por un lado y excesiva por el otro, con uno mirando a su primer trabajo y el otro a la jubilación? Y da igual que esto lo piensen los criados de Don Diego o de Don Roque que la Jessi y la Vane, que se sientan a fumarse un cigarro en las escaleras de la Plaza Mayor de Cáceres. Todos ellos, a pesar del paso de los siglos, siguen pensando lo mismo: el matrimonio de un viejo con una niña no puede salir bien, porque la ‘nieta’, al final, acabará fijándose en uno de su edad, como sucede con Doña Paquita y Doña Isabel en sus respectivos libros.
Seguiré buscando estos días por si Fernández de Moratín escribió alguna obra de teatro en la que fuese la niña la que estuviese enamorada del viejo. Creo que, al igual que en el siglo XVIII, en el siglo XXI, esta situación es impensable. Siempre se pensará que busca dinero.