Cinco de la tarde. Bares y terrazas llenos por el centro de Cáceres. Gente vestida de negro tarareando canciones de Extremoduro esperando para coger un taxi. Comercios repletos de jóvenes en busca de tinto de verano, calimocho, ron, whisky, queso, pan o jamón. Ayer fue un día grande. Cáceres vivía el rock.
En el ferial, gente haciendo cola desde el mediodía, disfrutando de los minutos previos al concierto como si fueran parte del espectáculo también. Chicos intentando comprar camisetas a mitad de precio, otros comprando la oficial al doble. Llaveros con forma de guitarra, púas, sudaderas, incluso el libro de Robe Iniesta, cualquier cosa valía para, días después, mirarla y recordar que habías estado allí o presumir ante los que no podían asistir. La vida era bella, rulaban los porros, la espera que hacía corta. Sin embargo, yo tenía una tarea complicada, tal vez imposible. Como buscando una aguja en un pajar, así me sentía. No tenía entrada y buscaba una barata en la reventa. Iban pasando las horas, eran casi las 20h y veía que después de varias horas allí, no entraría al concierto.
Venían muchos autobuses de ciudades y pueblos cercanos, pero urbanos, uno cada hora. Con la excusa de ser de fuera y no conocer Cáceres, la gente se acercaba a preguntar y aprovechaban para ligar. Para muchos también fue una forma de reencontrarse con amigos que hacía mucho tiempo que no veían. Todo el mundo estaba encantado. A veces, me sentía como si estuviera en un desfile de ropa. Había camisetas muy originales defendiendo la forma de hablar que tenemos en Extremadura, otros llevaban banderas de nuestra región atadas al cuerpo, con el nombre de procedencia escrito en ellas. Orinar en los W.C. portátiles, si eras chica, te hacía perder la tarde por las largas colas que había, pero si ibas entre los coches corrías el riesgo de que te viesen el culo, por lo esparcida que estaba la gente..
A las 20h abrían las puertas. Mis amigos entraron y yo me fui a esperar el autobús urbano, con la intención de salir después del concierto por la madrila con ellos. Los taxis llegaban uno tras otro. Yo estaba sentada en una barandilla cada vez más sorprendida ante tal espectáculo, recordando en mi cabeza una canción de Extremoduro: La vereda de la puerta de atrás. Y así me sentía un poco, escapando por la puerta de atrás, ya que estaba condenada a mirarlos desde fuera.